Cómo funcionan los libros que no hemos leído

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
12 min readMar 12, 2024

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Una biblioteca.

Eso es todo lo que deseo en este momento. Llevo casi un año con apenas dos libros de papel en casa, y uno de ellos, escrito por mí, no cuenta.

Por supuesto, cuando la imagino esta biblioteca está llena de libros. A diferencia de otros muebles, a una biblioteca no la hace tanto su madera sino aquello que en sus estantes acomoda.

Mi biblioteca nunca fue verdaderamente notable, y muchos de los libros que lograron bajarle el volumen a la soledad nunca lo hicieron en papel. Suelo comprar libros luego de haberlos leído en alguna pantalla y, muchas veces, ni siquiera los abro luego de darles la bienvenida.

Quizá es por cómo funciona nuestro cerebro cuando leemos, pero es recién cuando los tengo en papel, ubicados en el lugar en el que creo estarán mejor, que también sé que ocuparán ciertas coordenadas en mi propia mente, a disposición antes de alguna futura conversación.

No he leído muchos libros.

Es decir, he abierto cientos, quizá miles, de libros pero no siempre los he cerrado luego de leer la última línea de la última página, dispuesto a perder mi mirada y regodearme en la satisfacción de haberlos liquidado. Si leer no es una carrera, la última página no es una línea de llegada sino una despedida.

Y, sin embargo, me la paso hablando de libros, escribiendo acerca de libros, pensando en aquellos que tuve y perdí, o en cuál debería sumar a mi colección, en cuál debería volver a comprar para poder regalar. Me la paso soñando con esa biblioteca, probablemente instalada en alguna casa que aún desconozco, en la que luego de la debida logística pueda desempacar cada uno de los que con los años acumulé, para volver a encontrarles sentido, para volver a encontrarme sentido.

Claro que tener muchos libros no significa, bajo ningún punto de vista, haber leído todos. En efecto, quizá el punto de tener una gran biblioteca no sea la necesidad de mostrarla como una vitrina de trofeos sino resolver un profundo temor a aburrirnos y quedarnos a solas con nuestra propia mente. O, tal vez, solo sea que “una biblioteca no es una suma de libros sino un organismo con vida propia”, como explicaba Umberto Eco. “Una biblioteca en casa no es solo un lugar donde coleccionamos libros: es también un lugar que los lee por nosotros”.

En aquel discurso de apertura de la feria del libro de Torino, en 2007, Eco comentaba acerca de la bibliofilia, o el amor indiscriminado por los libros, y aquello que ocurre a quienes sin darse cuenta los coleccionan: eventualmente desarrollan cierto remordimiento por no haberlos leído todos, especialmente aquellos que miran desde los estantes para recordar de tan flagrante omisión.

Más fascinante aún, explicaba, es el fenómeno de ceder ante la culpa y eventualmente tomar alguno solo para descubrir que, de hecho, sabemos todo lo que dice incluso si nunca lo hemos abierto. Este fenómeno, peculiar pero no por eso infrecuente, podría tener varias explicaciones.

Quizá sea que por haberlo tocado a lo largo de los años, para limpiar, entre mudanzas, o incluso para hacerle lugar a otro, algo de sus páginas se nos haya transmitido a través de la yema de los dedos, directo al cerebro, como una especie de Braille. Esta explicación, aunque paranormal, parece justificada por la evidencia.

Quizá sea, en cambio, que no sea del todo cierto que no lo hemos leído. Tal vez luego de caer abierto leímos algo sin darnos cuenta, o su tapa algo nos supo decir, o incluso lo inferimos por la calidad del papel. Y así, “poquito a poco, una gran parte del libro fue absorbida”.

O quizá sea que muchas veces leemos un libro sin leerlo, o bien a través de otros libros en los que ha sido mencionado, o bien porque las ideas que contiene son aquellas que repite todo el mundo, o bien porque de tan banal su contenido no tiene nada de original.

Se trata de libros que, legalmente hablando, no hemos leído pero que — y allí reside el misterio — conocemos como si así hubiera sido.

Otra amenaza, señala Eco, es la de aquella visita que frente a una enorme biblioteca — especialmente una como la suya que contaba con más de treinta mil ejemplares — no logra contenerse y exclama “¡cuántos libros!”, justo antes de preguntar si los hemos leído todos. Aquí también Eco ofrece tres respuestas: “No los he leído todos, por supuesto, si no para qué los guardaría”. Esto, advierte, podría otorgarle ínfulas de superioridad por lo que conviene evitar hacer el favor.

Otra respuesta posible, aunque muy distinta, es señalar que hemos leído muchos, muchos más libros que aquellos. Y la tercera, su preferida, es explicar que los libros leídos están en la oficina y estos solo son los que debe leer para la semana próxima.

Lo que a esta visita parecería escapársele es que una biblioteca no es solo una memoria propia, donde guardamos lo que hemos leído para algún día poder cotejarlo, sino donde se aloja una memoria universal, “donde algún día podremos encontrar lo que otras personas han leído antes”.

Es esta misma secuencia de anécdotas, que Eco repitió durante años comenzando con Il secondo diario minimo (1992), la que recupera Nassim Nicholas Taleb en The Black Swan (2007) para explicar su concepto de “antibiblioteca”.

Una biblioteca, escribe Taleb, no es un apéndice magnificador de egos sino una herramienta: “Los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos. (…) Acumularás más conocimiento y más libros a medida que crezcas, y el creciente número de libros no leídos en los estantes te mirará amenazadoramente. De hecho, cuanto más sabes, más largas son las filas de libros no leídos”. A esta colección de libros no leídos podemos llamarla antibiblioteca.

Quizá sea esa manera de concebir al conocimiento — y, en consecuencia, a los libros leídos — lo que irrita a Eco, que sin pudor llama “imbécil” a quien realiza aquella impertinente pregunta. Lo que Taleb intenta explicar, y a lo que dedica el resto de su libro, es que del mismo modo en que sobreestimamos la importancia de haber leído toda la biblioteca tendemos a tratar lo que sabemos como si fuera propiedad privada que debemos proteger y defender.

Paradójicamente, es una relación de humildad frente a lo que no sabemos — y los libros que no hemos leído — lo que alimenta nuestro apetito por el asombro. “Vivir en nuestro planeta, hoy en día, requiere mucha más imaginación de la que solemos tener”, agrega Taleb.

Es una cuestión esencial, y especialmente fácil de pasar por alto, la que complejiza el asunto de las bibliotecas y antibibliotecas: no parece ser del todo evidente qué significa verdaderamente leer — o no leer — un libro.

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No despierta real misterio el motivo por el cual no suele escribirse demasiado acerca de las virtudes de la no lectura — una actividad que jamás debería confundirse con el simple hecho de no abrir un libro. Es al respecto de esta peculiar manera de vincularse con los libros que escribe Pierre Bayard en Comment parler des livres que l’on n’a pas lus ? (2007, Cómo hablar de los libros que no se han leído).

Según Bayard, esto probablemente se deba a una serie de restricciones que tenemos internalizadas. En primer lugar, la lectura suele ser objeto de admiración y, en consecuencia, se percibe como una especie de precio a pagar, una obligación. Quizá sea porque ya nadie tiene tiempo y los momentos a solas con un libro son vistos no solo como marca de cierta sofisticación sino principalmente como un lujo. Leer por placer… ¡Quién pudiera con tantas cosas que mirar en la tele!

Se le suma, también, que hay ciertos libros cuya mención despierta peculiares reacciones, como si el solo hecho de haberlos leído significara algo. Quien comenta su lectura de la Biblia suele hacerlo procurando favorecer su altura moral, generalmente dejando a un lado aquellas partes menos glamorosas. Quien comenta tal o cual lugar común en las obras de Borges suele hacerlo para insinuar que no es lo único que ha leído. Y quien menciona su lectura de las obras completas de Sócrates, sin esfuerzo demuestra las dimensiones de su universo intelectual.

En segundo lugar está la obligación no solo de leer sino de hacerlo de un modo en particular: está tan mal visto no leer como hacerlo de manera superficial. Peor aún es reconocerlo, incluso cuando todo el mundo lo hace, como sucede con lo que nos gusta aunque nos avergüenza.

En tercer lugar está el modo en que discutimos sobre libros. Damos por hecho que para hablar de un libro lo mínimo que debe hacerse es leerlo. Con qué autoridad, podemos preguntarnos, es posible hablar de un libro que no hemos leído. Si no deben juzgarse por su tapa, los libros menos aún deberían ser despedazados en conversación sin un pormenorizado análisis, va la prédica. Es decir, hablar de un libro sin haberlo leído se vuelve de este modo una descarada falta de respeto, y hacerlo ni bien salimos del cine, como si eso contara, es sencillamente motivo de fusilamiento.

Lo que todas estas premisas parecen dar por sentado es qué se entiende por “leer”: hojear un libro no es leer, comprar un libro no es leer, usar un libro como pisapapeles no es leer, escuchar un podcast sobre un libro definitivamente no es leer. Pero incluso leer no es leer, podríamos arriesgar.

La consecuencia última es que el sistema represivo de obligaciones y prohibiciones que aceptamos sin chistar finalmente nos priva de maneras no solo quizá más amorosas y gentiles sino también más honestas acerca de lo que significa leer un libro — y de lo que puede significar no leerlo.

El modo en que mentimos acerca de los libros que hemos leído — aquellos que de no haber leído bien podrían arruinarlo todo y enseñarle al mundo que no somos más que patéticos impostores — es muy probablemente una consecuencia directa de las ansiedades que nos provoca el estigma de no haberlo hecho.

Seguramente sean varias las crisis que podemos asociar con la lectura, y seguramente muchas de estas sean ligeras exageraciones apocalípticas, pero no suele mencionarse la crisis de hipocresía que aqueja a la lectura. O, mejor dicho, la vergonzosa manera en que nos relacionamos en torno a los libros que no hemos leído.

Lo que argumenta Bayard es que no solo es perfectamente posible tener buenas conversaciones acerca de libros que no hemos leído sino que solemos hacerlo todo el tiempo: incluso los libros que recordamos, aquellos que hemos leído, no son exactamente los libros que alguna vez sostuvimos y con dedicación recorrimos. Es decir, ahora sí: incluso leer no es leer.

Los libros se registran en nuestra memoria como marcas en la piedra, pero no de la forma en que nos gusta creer. Salvo honrosas excepciones, los libros no se graban en nuestra memoria como en las piedras rúnicas que en algunos lugares podemos encontrar. Los libros se graban en la memoria como las caricias del tiempo, la lluvia y los elementos marcan las rocas de una playa que alguna vez fueron acantilado y antes de eso el manto que recubría a un planeta muy especial.

Esta versión mental caprichosa de un libro antes que su transcripción fidedigna lo que captura es el encuentro entre una parte y la otra, que luego de un acuerdo se volvieron a separar, quedando ambas alteradas.

Es esa línea entre haber leído y no haberlo hecho la que no es fácil de trazar, aunque parece encontrarse en algún punto entre el extremo de nunca haber siquiera oído de un libro y el de haberlo llenado de anotaciones . Es así que entre los libros que hemos no-leído podemos contar también los que apenas hojeamos, de los que hemos oído y los que hemos olvidado.

En la sutileza de la no-lectura es que suele esconderse aquel afortunado hallazgo de Eco: seguramente contemos con más de un libro que por no haber abierto creemos no haber leído cuando muy probablemente podamos hacernos una gran idea acerca de qué dicen sus páginas.

Cualquiera que haya ido a buscar una frase, una secuencia, un fragmento, con plena confianza de lo que encontraría, una vez que dio cuerda al libro que sostenía descubre que aquello no suena igual que en su memoria. Quizá no suena mejor ni tampoco peor. Solo es el privilegio de descubrir que algunas cosas no existen en ningún lado y que la metafísica de la lectura es una que solamente no ponemos en duda porque toda la biblioteca podría arder.

El argumento de Bayard, en absoluto novedoso, es que no solo leer no es lo que creemos sino que muchos libros se benefician de no ser leídos. En sus palabras: “Nuestra relación con los libros es un espacio sombrío embrujado por fantasmas de la memoria, y su verdadero valor radica en su capacidad para conjurar dichos espectros”.

Ninguna fuerza de voluntad sobredesarrollada podría ir en contra del hecho de que ninguna vida es lo suficientemente larga para todo lo que podría alguna vez leerse. Es este hecho incuestionable el que devuelve definitivamente el carácter social a la lectura. La única manera de leer en abundancia, de abarcar tanto como fuera posible abarcar, es hacerlo reconociendo humildemente nuestras simpáticas limitaciones.

Es en conversación acerca de los libros que hemos y no hemos leído que encontramos una noble oportunidad de hacerle frente a una biblioteca. Leer es primero y principal no leer: tomar un libro y leerlo implica sobre todas las cosas el rechazo de todo otro libro disponible. Como se ha concluido en más de una ocasión — y respecto de más de un tema — el único modo de amar a todos los libros por igual es no amar nunca a ninguno.

Todo esto es lo que inclina a Eco a señalar que la gran desventaja del autodidactismo es el desconocimiento del lugar que ocupa cada libro en una biblioteca. Las universidades no enseñan tanto a leer sino a poder ubicar de manera coherente y organizada el conocimiento en su lugar. La lectura es otra cosa. Son las conexiones entre los libros las que hacen a una persona culta, coinciden Eco y Bayard. No es otra cosa que la vieja y confiable idea de que son las relaciones conceptuales lo que tiene mucho más peso, relevancia y utilidad que los conceptos mismos. Si la originalidad está sobrevalorada y la creatividad consiste principalmente en conectar cosas entre sí, nada queda por objetar.

“La cultura es sobre todas las cosas un asunto de orientación”, escribe Bayard. “Tener cultura no es una cuestión de haber leído ningún libro en particular, sino de ser capaz de orientarse dentro de los libros como un sistema, lo que requiere saber que forman un sistema y ser capaz de ubicar cada elemento en relación con el resto. El interior del libro es menos importante que su exterior, o, si se prefiere, el interior del libro es su exterior, ya que lo que cuenta en un libro son los libros que lo acompañan”. El resto de su libro básicamente repite esa idea de varios modos: leerlo es opcional.

Como ha explicado hasta el hartazgo, el libro de Bayard es una exposición socarrona y en parte ficticia acerca de salirse con la suya sin leer, pero no por eso es una propuesta anti-intelectualista. Es, en cambio, la propuesta de una relación distinta con lo que consideramos culto y con aquellos objetos que mejor parecen representarlo.

La no-lectura, de este modo, puede admitirse como una actividad en pleno derecho, una que consiste en adoptar cierta postura frente a los infinitos estantes de libros, una que respeta pero sobre todas las cosas abraza con sinceridad que la lectura no es una actividad lineal ni una que debiera prestarse a encorsetados prejuicios que nadie verdaderamente persigue. Y, tal vez, la no-lectura pueda ser incluso defendida y enseñada.

Es un hecho de nuestra mortalidad que el acceso a la biblioteca universal solo es posible hablando, también, acerca de libros que no hemos leído y que — ya nadie podrá discutir — jamás podremos leer.

Algún día tendré, y no por última vez, una biblioteca con ese olor a vainilla, en el que poder ordenar todos los libros que jamás alcanzaré a leer. Y si alguien alguna vez me pregunta, usaré su misma respuesta: “No los he leído, pero vivo con ellos”.

A Love of Reading- Inspired by Beauty and the Beast” by Catherine LaPointe Vollmer (CC BY-NC-ND 4.0)

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