Cómo funcionan los placeres culposos

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
6 min readMar 28, 2018

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Temo decepcionar.

Puede que algo de responsabilidad tenga, pero creo haberme hecho una falsa reputación propia de alguien que en casa se sirve una copa de vino tinto, pone algo de música clásica y se pone a leer con un video de doce horas de un hogar con fuego de fondo. La realidad es que prefiero Chardonnay, miro muchos dibujitos y si alguien fuera a inferir quien soy a partir de la música que escucho pensaría que soy un adolescente a quien acaba de dejarlo su novia, está enojado con el mundo y se pasa las tardes andando en patineta.

Como tantas otras expresiones que nos pesan en nuestro castellano, los anglófonos llaman “guilty pleasure” o placer culposo a todo aquel placer que nos permitimos a costa de sentir insoslayable culpa. Quizá lo que más nos irrita de dicha expresión es que en un solo patético gesto parece intentar elevar algo a costa de denigrar aquello a lo que la expresión se le asigna. A quién podría escapársele que el placer no parece ir bien de la mano del pilar judeocristiano fundamental.

Por lo general son los objetos culturales de consumo masivo — novelas, canciones pegadizas, películas de terror, de superhéroes o de acción, series que o bien no tienen complicadas tramas o bien no son en alemán , etcétera — los que caen en la definición de placer culposo. Su común denominador suele ser la sencillez con la que podemos disfrutar de ellos, que por lo general carecen de innecesarias pretensiones (o incluso cohesión interna). Como señala Jennifer Szalai, puede que lo más perverso de que a estas obras se las considere guilty pleasures sea que ni siquiera involucran algún tipo de transgresión, meritoria de cierta culpa: “Las insípidas aventuras de Bridget Jones son un placer culposo, pero las depravadas orgías del Marqués de Sade, no”.

Antes de que tuviéramos que soportar a esa persona que realmente no conocemos pero que por algún motivo está en el cumpleaños de tu mejor amiga confesando su afición por las telenovelas turcas — como si eso fuera algo notable — , el placer era uno de los asuntos que animaba las discusiones en la Antigua Grecia. Por ejemplo, tanto Platón como Aristóteles creían que los placeres más elevados eran aquellos que involucraban algún tipo de esfuerzo intelectual, una idea que caló tan profundo que fue arrastrada hasta, al menos, la semana pasada.

Tan poco cambió esta apreciación que casi dos mil años luego, en plena Ilustración, Kant en su Crítica del juicio (1790, tercera en su trilogía que, como Matrix, no tiene la fama de la primera) distingue lo bello (aquello que nos da placer), lo bueno (aquello que valoramos sobre todas las cosas), y lo agradable (aquello que meramente gratifica nuestros sentidos).

Es este último tipo de placer el que tiñe nuestro sentido del placer culposo: si elegimos algo porque excita nuestros descerebrados sentidos ya no cae en la misma lista que aquello que elegimos libre y, por supuesto, racionalmente. Como si no pudiéramos elegir tan pero tan libremente comer una pizza mirando Mi Pobre Angelito por décima vez, o atorarnos con chocolate mientras lloramos con Up.

Detrás de estas posturas se esconde un presupuesto insidioso: la mente realmente libre, abstracta, racional y pura es la que elige, mientras que es el cuerpo, siempre necesitado, materialista e incluso ruin, el que nos apura a desear. Szalai señala que la primera vez que se usó “guilty pleasure” en el New York Times, en 1860, fue para describir un prostíbulo, pero no fue hasta los años 90 que la expresión se disparó en su uso cotidiano. La paradoja está en que se hizo más frecuente hablar de preferencias culturales que nos dan vergüenza justo cuando las distinciones culturales empezaron a quedar démodé.

Pero quizá, podemos especular, fue el abandono de la distinción entre la alta cultura y la cultura popular lo que invitó a las personas a que reconocieran que algo les provocaba placer aunque sabían que no debía ser así. Acá, argumenta Szalai, está la clave: anunciar que sabemos que nuestro gusto es poco refinado es lo que nos permite reconocer que nos gusta algo popular. Tal vez hablar de guilty pleasures simplemente sea una forma de ironizar acerca de lo forzado de reconocer entre alta y baja cultura.

En otras palabras, al igual que cuando alguien anuncia que va a decir algo “sin ofender” justo antes de decir algo ofensivo, anunciar que algo que nos gusta, que nos hace bien, es nuestro “placer culposo” es solo una artimaña para establecer una atolondrada jerarquía entre lo que nos gusta y lo que nos debería gustar, quién sabe según quién. Nos queda preguntarnos por qué insistir con la absurda distinción.

Curiosamente, la noción de placeres que nos avergüenzan es una preocupación marcadamente estadounidense. En Francia, aparentemente, existe la expresión péché mignon (“pecado lindo” o “pequeño pecado”) que aplica sobre todo a la comida que cada tanto nos permitimos, pero que allí algo sea reconocido como objeto cultural no es poca cosa. No todo libro es considerado literatura, y quien resulta tener un guilty pleasure no se lo va a decir a nadie. Esto último vuelve a lo disparatado de la cuestión: parecería ser que una parte fundamental de este tipo de gustos es contárselo a alguien más, tanto como señal de que lo reconocemos como en señal de que podemos, de vez en cuando, rebajarnos a los niveles inferiores de la cultura popular.

O quizá solo sea otra forma de la vergüenza, que nos empuja a confesar por temor de que alguien descubra nuestros secretos.

Reconocer que cada tanto miramos el “Bailando” — y anunciarlo en redes sociales — parecería dar a entender que, en efecto, la mayor parte del tiempo escuchamos Radiohead, algo de Vivaldi, o releemos, como quien no quiere la cosa, un poco de La guerra y la paz o alguna cosita de Borges. Pero claro, no somos tan intolerantes que no podemos pasar un poco de tiempo con alguien que mira telenovelas: además de tener un impecable sentido del gusto, somos personas abiertas y tolerantes.

A la raíz de la mismísima noción de guilty pleasure está la insoportable ansiedad de que hay una alta cultura que por momentos no estamos consumiendo. Nada de malo, en realidad, tiene reconocer el valor del deseo de aprender, de valorar enormemente nuestra formación cultural o, incluso, del enorme esfuerzo que muchas veces tiene para nosotros hacernos de la alta cultura y sentirnos a gusto con ella.

Cabe recordar, también, que algunas de las primeras revistas populares argentinas, como El Hogar, durante muchos años publicaron a Borges, Roberto Arlt, Mujica Láinez, entre otros, junto a comentarios sobre moda, viajes y cualquier otra pavada que consideraran relevante en la época. A veces a la alta cultura la encontramos todavía esperando el ascensor.

La idea de algo que nos gusta pero nos avergüenza por gustarnos, concluye Szalai, parecería ser la síntesis de lo peor de aquel deleznable intersticio entre la alta y la baja cultura: el desdén por el refinamiento (pero sin el mismo esfuerzo) y la búsqueda de placer típica de la cultura popular (pero sin poder disfrutarla libremente).

Quizá, como sugiere Dave Grohl, tengamos que aflojar con la culpa y hacer lo que se nos cante. Tal vez toda esta cuestión de los placeres incorrectos no sea más que una versión venida a menos de lo que el punk rock alguna vez quiso representar, ahora tristemente cooptada por el autoritarismo cultural detrás de la idea de que hay algo que nos debería gustar y algo que no.

Lo intentamos lo más que pudimos y terminamos cayendo bajo la dictadura de lo que se supone que es cool. Pero conviene recordar, también, al abuelo Simpson: «Yo sí estaba en onda, pero luego cambiaron la onda. Ahora la onda que tengo no es onda. Y la onda de onda me parece muy mala onda. ¡Y te va a pasar a ti!».

Si queremos escuchar Taylor Swift mientras leemos el New Yorker, está perfecto. Nada más importa que sacarnos de encima aquella perversa sensación de que podríamos estar escuchando — o leyendo, o mirando, o lo que sea — algo mejor. Disfrutar bajo la tutela de la mirada sobradora de la alta cultura no es disfrutar.

Qué importa si te gusta Green Day, qué importa si te gusta Coldplay: deja de taparte que nadie va a retratarte.

Pizza Time” by Justin Poulter (CC BY-NC-ND 4.0)

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