Cómo funciona aburrirse

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
7 min readApr 1, 2020

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Vivimos en una cultura del aburrimiento.

O, mejor dicho, vivimos en una cultura de la permanente búsqueda de sentido en la que aburrirse no hace más que denunciar nuestra dificultad para encontrarlo. Es por esto que investigar acerca del aburrimiento es un intento por entender quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el mundo.

Como propone el filósofo Lars Svendsen en A Philosophy of Boredom (1999), estudiar el aburrimiento es investigar acerca de la búsqueda de sentido. Y si la filosofía es el estudio de las grandes preguntas, como dice Jon Hellesnes, qué podría ser más existencialmente perturbador que el aburrimiento.

No podemos saber cuándo surgió por primera vez el aburrimiento, o si en tiempos inmemoriales había lugar para cierta desesperación ante la ociosidad, pero la preocupación parece ser más bien reciente. Quizá porque durante la mayor parte de la Historia el ocio, el aburrirse parece haber sido un privilegio de la nobleza y el clero. Quizá de este tedio haya sido que tantas guerras se originaron, finalmente trayéndoles algo de calma.

Nos aburrimos cuando no podemos hacer lo que queremos hacer, o cuando tenemos que hacer algo y no tenemos ganas. Pero el verdadero problema surge cuando no tenemos idea de qué es lo que queremos hacer. Y en eso reside el aburrimiento como una tensión en la búsqueda de sentido. En palabras de Fernando Pessoa: “Sufrir sin sufrimiento, desear sin deseo, pensar sin razón”.

Pero aunque el aburrimiento puede haber sido un privilegio de la modernidad, hoy parece haberse desperdigado por el mundo entero y perdido su exclusividad. Si así no fuera no habría un televisor en cada casa y ningún sentido tendría hablar de nuestro uso compulsivo de distractores tecnológicos. Pero también, como alguna vez señaló Bertrand Russell, el aburrimiento es uno de esos fenómenos al que poca atención se le ha puesto y uno de los mayores factores en la motivación humana.

Las personas que están siempre ocupadas no tienen grandes ideas. Las ideas lo suficientemente potentes como para sacarnos de nuestro estupor rara vez vienen cuando gozamos de plena concentración. Y si, en contradicción, una idea nos toma de rehenes de un momento a otro, podemos desconfiar de qué tanto foco teníamos puesto en lo que estábamos haciendo.

Solemos ver a las emociones como una respuesta a nuestro entorno, una herramienta que nos dio la evolución para lidiar con aquello que nos arroja la vida. Algunas son más fáciles de explicar que otras, pero cuando se trata del aburrimiento nuestra intuición nos inclina a pensar que se trata de un fenómeno negativo, una emoción carente de sentido.

Tanta alergia le tenemos a aburrirnos que esta parece ser la segunda emoción que más reprimimos, luego del enojo. El mundo a nuestro alrededor parece diseñado para ofrecernos inagotables formas de entretenimiento y, sin embargo, siempre logramos encontrar oportunidad para dejarnos desesperar por aquellos momentos en que no tenemos muy en claro qué queremos hacer.

Tenemos muy buenos motivos para sospechar de las personas que dicen nunca aburrirse. No tanto porque creamos que se trata de un burdo despliegue de soberbia —o alguna suerte de ventaja cognitiva— sino porque al detenernos siquiera un momento a pensarlo, el aburrimiento parecería ser una parte indisoluble de nuestra cognición. No es sino en contraste con el tedio del ocio que nos encontramos a merced de cierto apetito por el asombro.

Es fácil anonadarse con nuestro aburrimiento y dejar de lado la sutil observación de que si el mundo nunca nos aburriera todo nos resultaría inmensamente entretenido. Algo así dice Louis C. K. en una entrañable escena: “‘Estoy aburrida’ es una frase que no tiene sentido. Vivimos en un gran, inmenso, vasto mundo del que no viste nada. Incluso el interior de tu mente no tiene límites; puede recorrerse infinitamente. ¿Se entiende? Incluso el hecho de que estés viva es increíble, así que no te corresponde decir ‘estoy aburrida’”.

Es precisamente esta exploración del territorio inexplorado de nuestras mentes lo que sucede cuando nos aburrimos. Y es por esto que el aburrimiento está directamente vinculado con nuestra creatividad. Cuando nuestro cerebro no tiene nada que hacer no pierde tiempo en inventarse sus propios juegos, e incluso sus propias historias.

“Cuando nos aburrimos estamos buscando algo que nos estimule que no encontramos en nuestro entorno inmediato”, explica la psicóloga Sandi Mann en The Upside of Downtime (2016). “Es por esto que encontramos cierta estimulación en nuestros propios pensamientos, dejando que nuestra mente deambule y nos lleve a algún lado en nuestras cabezas”.

Es cuando nuestras mentes divagan que nuestros cerebros empiezan a conectar cosas y, sin que nos demos cuenta inmediatamente, nos surgen respuestas a todo tipo de problemas: desde qué podemos cenar hasta qué era eso que le faltaba a nuestro programa para que compile. Y, sin embargo, la mayoría de estudios acerca del aburrimiento apenas se hicieron en los últimos diez años.

La ciencia del aburrimiento, a diferencia de otras quizá más entretenidas, tiene ciertos obstáculos especialmente difíciles. Como explica Jonathan Smallwood en Bored and Brilliant (2017), el exhaustivo libro de Manoush Zomorodi acerca de la relación entre aburrimiento y creatividad, “la mayoría de los paradigmas experimentales y teorías suelen involucrar mostrarle algo al cerebro y observar qué sucede”. Naturalmente, primero debemos encontrar una forma infalible de aburrir.

Quizá el primer estudio científico del aburrimiento fue realizado por Francis Galton en 1885, en el que se proponía entender el comportamiento de aquellas personas que durante un encuentro científico no lograban quedarse quietas. Casi nadie continuó con esta inquietud hasta que casi cien años más tarde la psicología basada en evidencia volvió a enfocarse en el tema.

Si bien Freud opinaba que quienes dejaban que su mente deambule eran neuróticos y durante décadas se sostuvo que las personas que soñaban despiertas corrían mayor riesgo de tener trastornos mentales, eventualmente la psicología dejó atrás algunos de sus vicios y empezó a prestarle atención a nuestros cerebros cuando no tienen nada que hacer.

En 1986 se publicó la Boredom Proneness Scale (BPS), o Escala de Tendencia al Aburrimiento, diseñada por Norman Sundberg y Richard Farmer, un cuestionario de 28 afirmaciones con las que se está o no de acuerdo. Por ejemplo “El tiempo suele pasar lentamente” o “Me resulta fácil entretenerme”. Otras escalas parecidas fueron diseñadas, pero todas tienen el mismo problema: dependen de la apreciación subjetiva de nuestro aburrimiento.

El desafío científico es, entonces, lograr que las personas se aburran para poder ver cómo esto les afecta o bien qué pasa en sus cerebros. Si bien resulta que hay muchas formas de inducir el aburrimiento, y las más efectivas son aquellas que involucran tareas repetitivas, ninguna es definitiva. Esta inexactitud es fatal para las conclusiones a las que puede llegarse. Una alternativa que parece quedar inexplorada es la de darles para leer artículos científicos acerca del aburrimiento.

A pesar de estos obstáculos, hay algunas certezas que podemos tener acerca de nuestros peculiares cerebros. En particular, cuando hacemos algo conscientemente usamos la red neuronal de atención ejecutiva, que controla e inhibe nuestra atención. Pero cuando nos aburrimos se vuelve protagonista nuestra red neuronal por defecto, que describe la forma en que funciona nuestro cerebro cuando no está enfocado en ninguna tarea externa.

Al dejar que nuestra mente deambule se da uno de los fenómenos más singulares de la naturaleza: nuestros pensamientos se suceden sin estímulos del mundo exterior. En otras palabras, es cuando nos aburrimos que se da lugar a la introspección, a la reflexión acerca de todo lo que vivimos hasta aquel momento, y es por eso que resulta indispensable a la creatividad y al pensamiento especulativo.

“Cuando perdemos el foco del mundo que nos rodea y posamos nuestra atención en nuestro interior, no nos apagamos”, escribe Zomorodi. “Estamos aprovechando nuestra vasta memoria, imaginando futuros posibles, diseccionando nuestras interacciones con otras personas y reflexionando acerca de quiénes somos. Puede que sintamos que perdemos el tiempo (…) pero nuestro cerebro está poniendo ideas y experiencias en perspectiva”.

En el medio de un baño extendemos el brazo para agarrar el jabón y de repente nos cae como un rayo aquello que tendríamos que haber dicho el día anterior durante aquella acalorada discusión. Limpios de enojo y adrenalina, damos lugar a la contemplación y revisamos nuestra relación con el resto del mundo. Dejar que nuestra mente explore alternativas nos permite dar cuenta de todo aquello que no siempre entendemos, que generalmente involucra a otras personas. Es por esto que el aburrimiento tiene también una profunda función social.

Puesta en perspectiva, la llamada economía de la atención —aquella que remite a la forma en que las empresas compiten por un segundo de nuestros ojos— no solo atenta directamente contra nuestro aburrimiento, sino contra nuestra capacidad de manifestarnos creativamente y, en última instancia, realizarnos como personas.

Podemos ir incluso más allá y decir que el aburrimiento es el laboratorio que incuba nuestras mejores ideas. Tolkien escribió la primera línea de The Hobbit cuando estaba aburridísimo corrigiendo una pila enorme de exámenes y se encontró con una hoja en blanco. Einstein era un entusiasta del hacer nada y fue durante aquellos momentos que tuvo sus ideas más importantes. Steve Jobs, en sus palabras, era “un gran creyente en el aburrimiento” en tanto “de la curiosidad surge todo”. Incluso Zomorodi atribuye su propia investigación a aquellos momentos en que se vio forzada a no hacer nada.

Después de todo, increíblemente poco interesantes serían nuestras vidas si nunca tuviéramos oportunidad de aburrirnos.

Bored — Wallpaper #2” by Leandro Lassmar (CC BY-NC-ND 4.0)

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