Cómo funciona coleccionar cosas

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
14 min readJun 1, 2022

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Todos. Hay que atraparlos a todos.

La consigna era lo suficientemente clara para mi infantil cerebro. Y eso hice. Un día logré atrapar a todos y cada uno de los Pokémon y a cambio obtuve un diminuto diploma que aparecía en la pantalla de mi preciado Game Boy, quizá el único objeto de lujo que alguna vez tuve. De haber sabido ni me gastaba.

Pero no es por diplomas o reconocimientos que coleccionamos, ni parece tener sentido preguntarle a alguien por qué colecciona. Probablemente la respuesta en su mente sea más bien obvia: por qué no.

Eso no la vuelve una pregunta menos interesante. No es el caso de las respuestas que suele dar al respecto el psicoanálisis, que generalmente involucran un montón de caca, en más de un sentido, y rara vez devuelven el mínimo atisbo de satisfacción a quien realmente quiere entender de qué trata el asunto de devolver orden a un mundo caótico e imponerle clasificaciones y etiquetas a objetos que bien podrían volar bajo el radar de otras personas.

Es tentador, supongo, reducir cualquier explicación a la necesidad de hacer algo, lo que sea, por aplacar el miedo que le tenemos a nuestra propia muerte y al cese definitivo de nuestra existencia. Pero no estoy seguro de que eso fuera lo que pasaba por mi cabeza cuando de pequeño abría mi modesta cajita de cartón en la que coleccionaba piedras, fósiles y trilobites, tal y como se suponía habían hecho también tanto Charles Darwin como el afamado Perito Moreno, de quien tanto había escuchado hablar, y Mary Anning, de quien aún no sabía nada. Si aquella inocente práctica representaba mi lujuria de poder se entiende perfectamente por qué nunca lo alcancé.

Probablemente no sea posible entender cómo funcionan las colecciones sin detenernos antes en cómo funciona nuestra tendencia a encariñarnos con cosas. “El mundo está tan lleno de cosas que deberíamos ser tan felices como los reyes”, escribía el novelista y poeta Robert Louis Stevenson en 1885. La idea detrás, por supuesto, no solo implica que tener cosas nos hace bien, sino que el acceso irrestricto a ellas habría de derivar en una irrestricta felicidad, exactamente la premisa central de una sociedad de consumo.

Pero que de repente todo se pueda comprar no significa que nuestro afán por las cosas haya sido diseñado por un montón de publicistas en una habitación atestada de humo de todo tipo.

Tenemos buenos motivos para creer que la colección más antigua conocida es la de un conjunto de piedritas encontrado en una cueva habitada hace 80 mil años. Un poco después, hace unos 30 mil años, aparecieron pinturas, esculturas y los primeros objetos tallados cuyo valor trasciende su utilidad, tal como mi pequeña colección de dinosaurios de plástico.

La posesión de objetos preciados siempre estuvo vinculada al poder y prácticamente toda civilización contó con una élite ávida de acumular y proteger vastos conjuntos de obras de arte, escritos, y todo tipo de bienes, desde Egipto, Sumeria, Asiria, Persia y Babilonia hasta China e India.

En algunas de las ciudades más antiguas del mundo, como Çatalhöyük (en la actual Turquía) y Jericó (en la actual Palestina), así como en México-Tenochtitlán, los huesos y calaveras de humanos y animales se coleccionaban y luego se exhibían de diversas maneras, en cierta continuidad con la práctica aún vigente de colgar cabezas embalsamadas o calaveras de animales como trofeos de caza, e indiscutible indicio de un cuestionable sentido estético.

Pero del mismo modo que diferenciamos acumuladores de coleccionistas, mucho se discute respecto de si los objetos arqueológicos encontrados en grandes cantidades implican o no una colección. La diferencia parecería residir en que mientras que en el segundo caso se trata de la agrupación de objetos cuyo valor individual está claro —y, por ejemplo, en el caso de una tumba fueron sepultados para asistir en el más allá— en el caso de una colección el sentido está dado por el todo y no por sus partes.

En otras palabras, una colección suele responder a algún tipo de serie o concepto que le otorga su sentido e, incluso, puede determinar cuándo la misma está completa. Coleccionar tiene tanto que ver con crear una razón para coleccionar como con completarla.

‘Colección’ viene del latín collectio que asimismo viene de collegere o con-legere, enumerar o agrupar. Esta última viene del verbo griego clásico λέγειν (légein, ‘escoger’, ‘ordenar’, y también ‘decir’) y del sustantivo λόγος (lógos, ‘discurso’, ‘palabra’, ‘razón’ y tantas otras cosas), probablemente una de las palabras favoritas en cualquier colección filosófica, y el emblema mismo de la racionalidad. En este último sentido, καταλέγειν (katalégein, ‘revisar’, ‘contar uno por uno’), también parece sugerir una relación con el catálogo.

Más allá de este noble origen, el concepto de coleccionar suele ser vilmente patologizado por su supuesta oscura naturaleza, una que responde a una patética incontinencia frente a la tentación por poseer cuantiosos objetos. En aquellas limitadísimas imaginaciones el único motivo por el cual alguien podría llevar una colección es la herida imposible de sanar que supuso alguna vez alejarse de nuestra mantita favorita o incluso el fin de la lactancia. Por suerte, quienes creen que todo lo que nos sucedió en la infancia marca el desenlace de nuestra vida adulta son cada vez menos.

El discurso en torno a “objetos de deseo” parece volverse aún más despiadado cuando se involucra el deseo por objetos. Entre los varios significados de la palabra francesa objet, señala Jean Baudrillard en aquel célebre ensayo sobre las colecciones, el diccionario de Littré incluye: “Todo aquello que es causa o sujeto de una pasión. En sentido figurado, y típicamente, el objeto amado”. Es precisamente este deseo por lo raro, lo excepcional, lo único, lo que motiva la incansable — y en algunos casos vitalicia — búsqueda de aquello que calzaría perfecto en una colección.

Nada de esto significa que no exista una larga tradición de personas que dejaron a un lado cualquier tipo de consideración moral al momento de aumentar sus colecciones. Una de las coleccionistas más célebres de la historia, la reina Cristina de Suecia, tenía la ambición última de convertir a Estocolmo en la “Atenas del Norte”, y entre sus preciadas adquisiciones llegó a contar con cientos de libros, pinturas y objetos de todo tipo, además de a un tal René Descartes, que murió de neumonía un par de meses luego de conocerla en el hostil invierno sueco.

A pesar de los tímidos ejemplos de colecciones de la Antigüedad, no solo la posibilidad de coleccionar sino también el contenido de las colecciones fueron cambiando lentamente a partir del Renacimiento, cuando un mundo cada vez más conectado, con potencias ávidas de demostrar sus hazañas — y su poder — a través del despliegue ordenado de los objetos que habían logrado conseguir, y una naciente burguesía con dinero y tiempo en sus manos empezó a enfocarse en hacer crecer sus colecciones.

Fue en ese momento que las colecciones dejaron de ser o reales, como los tesoros de la corona (en las que se acumulaban la mayoría de las obras de arte) o religiosas (como las colecciones de santas reliquias entre las que se contaban objetos notables como el Santo prepucio de Jesucristo), y aparecieron los primeros espacios dedicados a la colección y exhibición de objetos.

A medida que el mundo parecía volverse cada vez más amplio, las colecciones servían para darle sentido a lo que se iba “descubriendo”, un bonito eufemismo para “saquear”. El desarrollo de nuevas tecnologías como los catálogos, inventarios y vitrinas completó la caja de herramientas necesaria para que las colecciones pudieran volverse microcosmos o pequeños espejos de la Creación.

Los gabinetes de curiosidades, o cuartos de maravillas, eran habitaciones o espacios destinados a exhibir las colecciones de aquellos objetos que la burguesía europea consideraba “exóticos”, que requerían de cierto esfuerzo intelectual por integrarlos a la cosmovisión de la época, y eran en cierto modo condición necesaria para poder jactarse de tener al menos una partecita de cada rincón del mundo. Básicamente, como los imanes de distintos países que tengo en mi heladera.

El sentido de una colección está profundamente marcado por nuestra propia perspectiva acerca del sentido del universo. Detrás del sentido de las colecciones del Renacimiento aún persistía la suposición de que el universo fue creado de una buena vez y ordenado de forma inmutable. Una colección capaz de ser completada.

Pero como señala Michel Foucault en Les Mots et les choses (1966), uno de los cambios fundamentales que introdujo la Ilustración fue la perspectiva de que el universo, por el contrario, está sujeto a cambios y una constante evolución. La colección de nuestro conocimiento, resulta, nunca podrá estar completa y quizá “exótico” solo signifique que pasamos demasiado tiempo con la propia cabeza metida en nuestro propio… gabinete.

Para los coleccionistas del siglo XVIII, el propósito de ampliar sus colecciones era el desplegar sobre la mesa la evidencia de la Creación divina como piezas de un rompecabezas a resolver. Como explica Jacqueline Yallop en Magpies, Squirrels and Thieves (2011), durante la primera mitad del siglo XIX los objetos solían ordenarse por su origen geográfico y se relacionaban más con ideas de viajes y aventuras, y ya no con aquellas de cronologías o evolución, como esperaríamos encontrar hoy.

La coincidencia no es tal si tenemos presente el inmediato impacto que tuvo la publicación del libro más importante alguna vez publicado. On the Origin of Species (1859) de Charles Darwin no solo cambió la actitud de la sociedad victoriana hacia el coleccionismo, sino que su contenido estuvo fuertemente influenciado por sus propias colecciones. Su teoría de la evolución tomó forma a partir de su exhaustivo y meticuloso estudio de los detalles de los cientos de especies que coleccionó.

Más que simplemente clasificar y listar sus especímenes como parte de un todo, Darwin se dedicó a identificar sus diferencias y similitudes, que a su ojo atento lograron sugerir la forma en que la diversidad de vida en la Tierra era parte de un todo, aunque ya no en el sentido poco interesante que se asumía hasta el momento.

Eventualmente, la mera “curiosidad” por lo desconocido dejó de orientar las colecciones y la sistematización de lo conocido en pos de abarcarlo todo tomó su lugar. Pero las colecciones no sistemáticas no desaparecieron sino que dieron lugar a otra forma de concebirlas.

En todos los casos, conviene destacar, las diversas prácticas de colecciones suponen el reconocimiento de que las cosas son significativas y que organizarlas, del modo que sea, nos permite darle sentido y conocer mejor nuestro mundo. A medida que el mundo se volvía más complejo y difícil de explicar, las colecciones comenzaron a ser una efectiva manera de acomodarlo a diversos sistemas, pero también de celebrar a los objetos.

Coleccionar se volvió una práctica social, no solo a través de las conversaciones que las cosas tienen la virtuosa capacidad de provocar sino a través del intercambio, las visitas, los catálogos y el peculiar estatus social que poseer una colección otorgaba a quien cuidaba de ella.

Si lo que hacía a los reyes de antaño era su acceso a todo lo que quisieran, en una economía de mercado, señala Russell W. Belk en Collecting in a consumer society (1995), el consumo nos vuelve reyes.

En pocas palabras, nos acostumbramos a que de la diversidad de objetos a nuestro alcance le siga nuestro deseo por poseerlos y así disfrutarlos. Es bajo esta perspectiva que podemos entender a la proliferación de colecciones, tanto públicas como privadas, como la máxima expresión del consumismo.

Coleccionar se percibe así como una búsqueda perpetua de bienes de consumo de lujo (sin fines prácticos), sostenida por la creencia de que la felicidad reside a una adquisición de distancia, y de que en un mundo en el que todos los otros papeles fueron tomados, solo nos queda erigir una propia identidad, por ejemplo a partir de aquello que nos volcamos a coleccionar.

La figura de la persona que colecciona, de este modo, apareció como epítome de la relativamente novedosa idea de que las identidades personales pueden desarrollarse y ya no que han sido asignadas en el nacimiento. Parafraseando aquel famoso discurso, construimos nuestras colecciones y estas a su modo nos construyen.

En uno de sus comentarios acerca del famoso coleccionista y comerciante de arte Joseph Duveen, el escritor Philipp Blom cuenta que cuando un historiador del arte le criticó su práctica de poner demasiado barniz brillante en las obras restauradas Duveen le respondió que lo que sus clientes querían ver en los cuadros de su colección era su reflejo.

De igual manera, como señala la museógrafa Sharon Macdonald, las colecciones institucionalizadas a través de los museos comenzaron a actuar como símbolos de la existencia misma de los nacientes estados naciones, posicionándose como coleccionistas que al exhibir sus adquisiciones podían dar cuenta de su poder a lo largo y ancho del mundo. En estos espacios seculares, pero a su modo sagrados, se hizo posible también presentar de forma ordenada una historia puntuada por la evidencia de su pasado, aquel capaz de legitimar también su identidad y su derecho a existir.

Necesariamente, lo que hace a un objeto en una colección es un quiebre con su función original. Esto quizá no sea evidente en el caso de una obra de arte, cuya función es principalmente ser apreciada en su estética y auxiliar en la evasión de impuestos, pero cuando se coleccionan estampillas, tractores, piezas de porcelana, dinosaurios de plástico o libros ya no se espera de ninguna de estas cosas que sirvan a aquel fin con el que fueron creadas.

Hay una escena en Toy Story 2 (1999) en la que un comprador reconoce el valor de los juguetes y se los quiere llevar a un museo en Japón. En rebeldía, Buzz Lightyear exclama “No eres un objeto de colección. Eres con lo que juega un niño. ¡Eres un juguete!” Aunque a Buzz no le guste ni un poco, quizá Woody sea las dos cosas.

Esto contrasta con la tradición victoriana de coleccionar aquello que fuera hermoso y, en algún sentido, artístico. Para el siglo pasado, virtualmente todo se había vuelto coleccionable, desde boletos de tren y envoltorios hasta juguetes, utensilios y estampillas.

Por supuesto, el mercado, al que no se le pasa una, supo incorporar escasez artificial a través de ediciones especiales de lo cotidiano, ahora coleccionables. Los límites a lo que podemos coleccionar solo están dados por la imaginación, por lo que se trata de una práctica infinita, inabarcable. Esto lejos de desanimar garantiza algo mucho mejor: no importa cuánto tiempo dediquemos, siempre quedará algo que sumar a la colección. El verdadero coleccionista, confía Baudrillard, se enfoca en aquel objeto que le falta, persiguiendo cierta ilusión de una ansiada completitud, y completar una colección supone una especie de muerte.

Coleccionar tal vez es una expresión especialmente intensa de nuestro amor por los objetos y lo que nos pueden significar. Central a la idea de coleccionar está la de poseer: algo es mío y ya no puede ser de alguien más. Incluso si nuestro objetivo último es poder compartir orgullosamente con el mundo lo que hemos podido cazar y recolectar, lo hacemos bajo el supuesto de que tal cosa está mejor en nuestras manos que en las de alguien más.

Coleccionar supone también de cuidar, y quizá por eso el mismo ejercicio de imprimir significado a nuestra colección es una práctica de curaduría, que le debe su raíz al latín cura, de cuidado pero también de resguardo y protección.

Estamos en problemas cuando el sistema se vuelve más importante que los objetos, cuando el placer se disloca de aquello que poseemos y guardamos hacia el catálogo que buscamos completar, cuando nos importa más tildar en una lista el canto de pájaro que nos falta que perdernos en su canción, o cuando nos importa tanto coleccionar un supuesto recuerdo a través de una fotografía que nos perdemos el genuino placer de intentar poseer la belleza de los lugares.

Cuando la búsqueda se reduce a tachar un ítem en una lista ningún favor le estamos haciendo al pobre objeto que pierde todo valor. Al igual que al deshumanizar a una persona la cosificamos y reducimos la maravillosa complejidad de su identidad a una serie de partes, cuando a un objeto lo perdemos de vista al priorizar su sentido dentro de un sistema nos privamos de su propia caracterización. Dejamos de verlo.

Pocas cosas son tan universalmente sagradas como la muerte y el sepulcro, centrales a la experiencia humana. Yo crecí yendo al museo en el que trabajaba mi papá. Allí, alguna vez escuché, todavía habían restos de personas exhibidos junto a otras “curiosidades” cuando yo nací. En algún momento entendí por qué mi papá había trabajado tanto para que esos huesos ya no estuvieran allí. Cuando se muestran restos humanos en una vitrina ya no hay una persona sino un montón de huesos. Ay, Perito Moreno.

Esqueletos y restos momificados de casi 30 mil personas aún son parte de las colecciones del museo Smithsonian, uno de los más importantes del mundo. Si las colecciones hablan de quien colecciona, y nuestras ideas científicas hace ya muchísimo tiempo dejaron atrás las suposiciones racistas que pusieron en marcha la adquisición de esos restos, quizá sea hora de revisar un par de catálogos.

Aunque no es oscuridad sino todo lo contrario lo que encontramos en las personas que coleccionan, la aventura de obtener aquello que a nuestra colección le falta ciertamente ha derivado en excesos y las décadas se acumulan entre los reclamos por la devolución de obras robadas por los nazis y de antigüedades tomadas bajo la bandera del colonialismo. Cabe preguntarse cuántas obras africanas fueron colocadas con el consentimiento de quien las exhibía originalmente.

Coleccionar es una suerte de apuesta por lo terrenal, lo común y corriente. Esto por lo que hoy nadie da nada algún día podrá contarnos una historia que en su momento nadie supo apreciar. En el catálogo incluimos quizá lo que otras personas consideraron basura. Coleccionamos cosas como una declaración de amor por ellas, quizá como una rebuscada revancha de parte de quienes, también comunes y corrientes, pudimos sospechar que quizá valíamos más que lo que se nos concedía.

Incluso si nos tienta identificar a quien colecciona con la vil especulación de algún día intercambiar su minucioso catálogo por vastas sumas de dinero, esto solo sería indicio de nuestra ignorancia y negligencia. La mayoría de las colecciones no tienen verdadero valor para el mercado. Aquella vieja moneda nunca valdrá lo que nos imaginamos que algún día podría valer.

Quizá mi humilde colección de piedritas, fósiles y trilobites no era más que una forma de recrear lo que veía en la oficina de mi papá en el museo. Yo también podía tener una colección. Yo también podía encariñarme con cosas, y nadie iba a preguntarme mucho al respecto, solo iban a preguntarme qué significaba cada una. Y para eso me convenía preparar una buena historia.

Coleccionar por un lado supone un refuerzo de una cultura del consumo y ceder ante la tentación de que más es mejor, pero también le supone una crítica y una amenaza a sus presupuestos. Coleccionar es reconocer que aunque alguien diga que tal o cual piedrita no tiene nada de especial, alcanza con que lo sea en nuestra intimidad.

Coleccionar nos hace felices. Coleccionar nos distrae de lo conocido y nos arrastra hacia donde no tenemos idea de que podíamos llegar. Lo único que podemos anticipar es la euforia de un nuevo hallazgo. Y cada nuevo objeto que encontramos nos abre nuevas puertas, necesariamente vedadas hasta el instante previo a haber descubierto la próxima adquisición.

Coleccionar requiere de disciplina, conocimiento y un ojo por lo inusual o particularmente atractivo, en el sentido que elijamos. Y al dar con lo que preciamos, nos preocupa adquirirlo al mejor precio, condición necesaria para la alegría que nos da nuestra incomparable astucia. Abrimos los sentidos, atendemos intuiciones y nos guiamos no solo por nuestro olfato sino también por el de quien comparte una aventura similar.

Coleccionar nos conecta, nos obliga a definir quiénes somos, qué nos gusta y qué no. Nos obliga a pensar en cuál es el relato que subyace a nuestras cosas. Nos da la oportunidad de ignorar lo que digan para ponerle nuestras propias palabras a quienes queremos ser.

Coleccionar nos hace felices.

Photo by Maksym Kaharlytskyi on Unsplash

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