Cómo funciona guardar un secreto

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
11 min readAug 1, 2023

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No debería ser tan difícil guardar un secreto. Si no decimos nada nadie debería enterarse. Solo es cuestión de no hablar.

Y de sobrevivir en el intento.

El interés en los secretos siempre fue bastante superficial, muchas veces apiñado junto al estudio del engaño o las diversas maneras en que solemos ocultar información. Pero aunque esto último sea importante, estas acciones no son el secreto mismo. Lo que hace a un secreto es la intención de evitar que otras personas conozcan su contenido, en particular, mientras que nuestro sentido de la privacidad refleja cuánta información deseamos compartir, en general.

Los secretos, en tanto intenciones, son un elemento central de nuestras vidas mentales que esconde los modos en que se constituye nuestra identidad, en que se configura nuestra relación con otras personas y nuestros desafíos cotidianos, y principalmente el modo en que nos hacemos parte de un mundo en el que no todo es evidente.

Es probable que nuestros primeros roces con los secretos, aún en la infancia, sucedan antes de que podamos comprender su función. No es hasta que logramos dar con un profundo sentido del alcance de nuestra propia mente — y principalmente de sus limitaciones — que comprendemos que no todas las personas saben las mismas cosas y que nuestras vidas transcurren en torno a un mercado de intercambio de información. Aprendemos a preguntar para conocer lo que desconocemos y aprendemos, también, que son las diferencias en lo que sabemos lo que distingue a nuestra mente de las demás.

Los adultos, en pos de resguardarlos pero también de ahorrarse ciertas conversaciones, ocultan secretos a los niños y estos inevitablemente aprenden a imitar ese comportamiento. No son tantos los años que deben transcurrir para que una mente infantil pueda descubrir que los secretos son, a fin de cuentas, una forma de ejercer poder.

En el mundo adulto, al menos desde hace un buen tiempo, los secretos tienen mala fama. Celebramos a quienes rompen con ellos y denuncian abusos de todo tipo. Estos secretos, utilizados como armas, generalmente nada bueno ocultan, y es por eso que se promueve la transparencia y la voluntad de mostrar las cartas, incluso cuando guardar ciertos secretos nada tenga de sospechoso o reprochable. Es en este contexto que sociólogas como Tiffany Jenkins se preguntan qué lugar pueden guardar los secretos para el desarrollo de una infancia saludable.

La palabra “secreto” deriva del latín secretum (apartar) y de cernere, propio de la actividad agrícola de tamizar, y de este modo apunta al acto de separar algo y colocarlo lejos de la vista. Un secreto puede entenderse como cierta información que intencionalmente se oculta o aparta del conocimiento de ciertas personas. Lo que principalmente lo define, sin embargo, es su posible uso para diferenciar entre quienes lo conocen y quienes no.

Es una exquisita sensación de pertenencia la que nos deleita cuando escuchamos “¿te puedo contar un secreto?”. Significa que somos personas dignas de confianza, significa que nuestro sentido del honor y del recto comportamiento es reconocido, y significa que merecemos saber algo que alguien más no sabe. A la inversa, descubrir que hay un secreto del que quedamos afuera nos recuerda hay un círculo de confianza al que no pertenecemos.

Los secretos pueden tener un origen egoísta, como la evitación de la vergüenza, pero también nos permiten descubrir quiénes somos y qué nos otorga unicidad. Como dice Jenkins: “[Los secretos] contribuyen a la formación de nuestra conciencia interior y autonomía, crean un espacio para la imaginación y, además de ser un arma de exclusión, son una herramienta esencial para la amistad”.

Cómo funcionan los secretos es algo que se aprende, generalmente con resultados muy divertidos. Muchos de los juegos infantiles requieren el resguardo de cierta información o bien su descubrimiento, como en las escondidas o la búsqueda del tesoro. Una de las anécdotas que más repite mi mamá es aquella de cuando en el barrio jugaban a las escondidas y yo señalaba uno por uno dónde se escondían, seguida de aquella en la que yo revelaba los contenidos de un regalo antes de que la persona agasajada siquiera pudiera abrirlo.

A los cinco o seis años entendemos en qué consiste un secreto pero la tentación de contarlo es demasiado fuerte como para resistirla. Es recién cuando descubrimos que nuestros pensamientos, nuestro mundo interior, no es transparente ni accesible a los demás que podemos empezar a cultivarlo, a cuidar de nuestro jardín secreto mental. Incluso cuando muchas especies tienen comportamientos que nos remiten a los secretos (como esconder comida) esta capacidad de abstracción y proyección mental, hasta donde sabemos, es exclusivamente humana.

No es casual que sea a esa misma edad, cuando aprendemos a dominar la palabra escrita, que llevar un diario íntimo, incluso con severa inconstancia, se vuelve un pasatiempo atractivo. Es ahí donde podemos volcar, en pequeñas cuotas, aquello que logramos destilar de nuestra interioridad. Es en un manojo de páginas, bien resguardadas, que aprendemos a llevar una conversación unipersonal.

En esta dirección apuntaban algunos de los comentarios del sociólogo alemán Georg Simmel en su ensayo “The Sociology of Secrecy and of the Secret Societies” (1906), que atribuía a la invención de los secretos uno de los mayores logros de la humanidad: crean una experiencia de vida más complicada, que nos permite vivir en dos mundos, uno público y uno privado, nos permiten separar el pensamiento de la acción y abrir un espacio para la reflexión y la posibilidad. Los secretos, en este sentido indisolubles de la privacidad, son aquello que nos permite ser interesantes.

“Toda relación entre dos partes … se caracterizará por la proporción de secretos involucrada en ella”, escribe Simmel, incluso si esto no es explícito e incluso si alguna de las partes no lo sabe.

Es en los primeros años de la adolescencia que los secretos se vuelven quizá el elemento central de nuestras relaciones, y es el férreo pacto de honor que supone guardarlos donde se juegan las experiencias que marcarán aquellos años tormentosos. Si aquel arduo camino hacia la adultez está marcado por la pertenencia, esta se configura en torno a los secretos que la demarcan.

Es también entonces que descubrimos el peso que los secretos pueden suponer. Quizá aprendemos a guardarlos mucho más que lo que deberíamos, poniendo a prueba nuestra autonomía para lidiar con aquello que llena nuestros días. Parte del aprendizaje, una que muchas veces trágicamente se escapa, es la de no tener que cargar con todo por nuestra propia cuenta. Es a través de explotar aquella relación recién descubierta con los secretos, de suma reverencia, que los adultos muchas veces abusan de la honestidad y el honor infantiles, forzando a guardar un secreto que no debería ser guardado.

Aunque encontrar el balance no sea tarea fácil, una infancia no puede estar completa sin secretos, incluso si la curiosidad adulta quiere anularlos. No se trata de negar la privacidad sino de dar la suficiente confianza como para que puedan acercarse y contar lo que les pasa, enseñando desde temprana edad que tienen en quien confiar. Nadie debería guardar un secreto injustamente, porque duele.

Guardar un secreto se asocia con mayor insatisfacción, peores relaciones y peor salud, tanto psicológica como física. Pero como explica el célebre secretólogo Michael Slepian en su libro The Secret Life of Secrets (2022), la historia de los secretos suele contarse mal: no duelen porque nos estresa guardarlos sino porque solo pensar en ellos nos lastima.

En quizá su experimento más famoso, Slepian le pidió a un grupo de participantes que solo pensara en sus secretos, y luego que hicieran algo extraño: les mostró una imagen de una colina y les pidió que estimaran qué tan empinada era.

Resulta que en nuestra vida cotidiana, cuando sentimos agobio el mundo a nuestro alrededor nos parece más complicado. Por otro lado, suele costarnos mucho estimar la inclinación a partir de una foto de una pendiente vista de frente. Es por esto que el truco del experimento estaba en que al estimar la dificultad para subir una pendiente las personas en realidad darían mayor cuenta de su propia experiencia que de su capacidad para estimar. Tal como habían predicho, quienes sintieran agobio estimarían la pendiente como más empinada, y al pedirles específicamente que recordaran un secreto que les preocupaba, sus participantes juzgaron que la colina era más empinada, en comparación con quienes recordaron un secreto menos preocupante.

Alcanza con poseer un secreto que nos preocupa, incluso uno que jamás podría salir en una conversación, para que nos pese y haga más difícil atravesar un día tras otro. Gracias a este y otros experimentos sabemos que solemos pensar en nuestros secretos más incómodos mucho más de lo que tenemos que evitar que salgan a la luz. Hasta los secretos que nunca jamás tuvimos que esconder durante una conversación disminuyen nuestra calidad de vida.

Esto es porque en una conversación suele ser relativamente fácil evitar tocar un tema, y es la propia naturaleza del discurso lo que permite surfear la ola si hace falta. Pero nuestros secretos nos acompañan antes y después de hablar. Si nos descuidamos, además, pueden ser el combustible perfecto para la maldita rumiación, que implica no solo el pensamiento repetitivo, sino aquel persistentemente negativo. Al atascarnos en un pensamiento sentimos que perdemos el control y, en consecuencia, una brutal impotencia.

Si dejamos que nuestra mente deambule muchas veces nos lleva a lugares increíbles, de donde vienen nuestras mejores ideas, pero también es una criatura de hábito que tiende a visitar los mismos sitios una y otra vez. Al igual que solemos pensar obsesivamente en lo que no podemos resolver, los secretos suelen arrinconarnos en un tipo de desesperación especialmente solitaria.

Como cualquier persona que alcanzó la adultez debería haber descubierto, es pudiendo involucrar a otras personas que estos desafortunados ciclos pueden interrumpirse. Pero a diferencia de un problema como cualquier otro, los secretos suelen enfrentarnos a algo que nos incomoda acerca de la persona que creemos — o queremos — ser. Es esto lo que puede dificultar invitar a alguien a nuestra sala de estar mental para ponernos al día.

El gran desafío, propio de la búsqueda de una gran amistad, está en dar con quien nos pueda escuchar de manera amable, compasiva, generosa y sin prejuicios. Es también por eso que los secretos más pesados, y recurrentes, suelen ser aquellos que involucran el engaño a una pareja. Si el secreto que guardamos involucra directamente a la persona en la que más confiamos la receta es perfecta para el desastre. Pocos miedos pueden ser más arrolladores que el miedo al rechazo de las personas que amamos.

Los secretos que más nos incomodan son aquellos que nos hacen sentir culpa (“hice algo malo”) y vergüenza (“soy una mala persona”). Los primeros suelen remitir a las mentiras, el robo y el engaño, mientras que los segundos suelen apuntar a nuestra salud mental, como las autolesiones, nuestros intereses o deseos, como nuestra sexualidad, e incluso nuestras adicciones. Para colmo, la vergüenza y la culpa suelen llevarse bien, y donde está una suele venir atrás la otra. Pero es la vergüenza la que nos persigue por más tiempo.

Un secreto culposo suele ser más fácil de enfrentar que uno vergonzoso, sea un pasatiempo secreto, cierto deseo romántico o incluso un placer culposo. Mucho más difíciles son aquellos que nos inundan de vergüenza: cuando reconocemos que algo estuvo mal y sentimos culpa generalmente pensamos en cómo podríamos haber actuado de manera diferente y nos comprometemos con ser mejores la próxima, mientras que la vergüenza nos incomoda e inclina a evitar el problema por completo.

Es hacia la culpa, y no hacia la vergüenza, que según Slepian y su equipo debemos procurar arrojarnos al enfrentar nuestros peores secretos. No es volcándonos hacia lo que somos sino hacia lo que hacemos que tenemos una chance de enfrentar lo que nos lastima. En otras palabras, no corresponde pedir perdón por lo que somos pero sí por lo que hicimos, y ninguna disculpa está completa sin un plan para evitar el daño futuro. Encerrarnos en el pasado difícilmente resulte en un mejor futuro.

Pasar de la rumiación a la acción tiene la maravillosa consecuencia de armarnos de asertividad: cuando creemos que podemos controlar nuestras emociones (por ejemplo eligiendo en qué enfocarnos) nos volvemos mejores enfrentándolas. El pasado pisado, pero el futuro aún guarda un mundo de oportunidades. Incluso si nuestros secretos nunca son revelados, podemos hacer que pesen un poco menos.

La retórica en torno a los secretos siempre se balanceó entre sus virtudes, alineadas con nuestra intimidad y privacidad, y el daño que estos pareciera que producen de manera intrínseca. La transparencia pasó a ser en apenas un puñado de décadas el valor en torno al cual deben erigirse nuestras sociedades. Pero lo que aplica a un Estado — y nunca de manera completamente irrestricta — no necesariamente aplica a nuestra vida privada.

La tentación de revelar un secreto guardado, incluso cuando este pudiera desatar un infierno, puede volverse tan grande e insoportable que la revelación puede vivirse como inexorable. Pero los secretos también protegen y lo que podría estimarse como un acto de justicia bien podría resultar en un apabullante gesto de egoísmo.

Es en el delicadísimo equilibrio entre sacarnos un peso de encima y soltar un yunque sobre quien no se lo espera que se debate la decisión de exponerlo de una vez por todas. Si el único beneficio de una revelación es nuestro bienestar y el de nadie más, quizá no sea una buena idea hacerlo. A veces vivir en la verdad, incluso si esto significa dar vuelta una vida, puede valer la pena, pero a pesar de haber hecho un gran daño en el pasado, dinamitar el futuro por no poder con nuestra angustia puede no ser el mejor desenlace. Tal vez el precio a pagar sea el peso de guardar el secreto.

Sin secretos no habría un interior de nuestra consciencia, no habría posibilidad de algún día encontrar en quién confiar para que pueda ayudarnos con aquello que nos atormenta, no habría un adentro y un afuera de nuestras vidas y ninguna invitación sería posible a nuestra guarida, aquella en la que nuestras experiencias se pueden volver más avergonzantes pero también mucho más interesantes. Un mundo sin secretos probablemente sería uno en el que el aburrimiento se llevaría lo mejor de nuestros días, y nuestra cordura, hasta que no podríamos más que volver a inventarlos.

No queremos que se sepan nuestros secretos o, al menos, no sin nuestro consentimiento. Pero queremos que nos conozcan, y queremos que nos descubran del modo en que nos gustaría poder revelarnos. Los secretos van en contra de nuestra necesidad de compartir lo que vivimos y atentan contra nuestros intentos por entender en su complejidad nuestras experiencias. Pero también son ese sencillo recaudo que nos permite afrontar la tensión propia de esta contradicción.

Un mundo sin secretos no sería mejor, incluso si eso nos pesa.

“Brieflezend meisje bij het venster” (ca. 1658) by Johannes Vermeer

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