Cómo funciona hacerse muchas preguntas

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
9 min readSep 23, 2020

--

No creo que haya sido el fuego la primera gran invención.

Mucho más potente se me hace el momento en que alguien, por primera vez en la historia del universo, mirando aquel fuego se preguntó por qué.

Es quizá la impaciencia por poder preguntar acerca del mundo a nuestro alrededor lo que primero nos motiva a querer dominar un lenguaje. No tengo idea de cuáles habrán sido mis primeras palabras, pero seguramente les haya sacado el mayor provecho para dar forma a mis inagotables inquietudes.

Quizá el mayor privilegio del que alguna vez haya sido beneficiario es haber crecido rodeado de personas dispuestas a soportar, una y otra y otra vez, el asedio del inagotable “Preguntín”.

Mi relación con las preguntas, sin embargo, siempre fue muy respetuosa de su funcionamiento más básico: a una pregunta le corresponde una respuesta o bien otra pregunta que le sigue. Poco sabía yo que con las palabras también se podían hacer cosas, como de forma célebre en los años 50 estableció J. L. Austin.

Cuando empecé el colegio y en los recreos alguien se me acercaba para preguntarme algo, yo respondía, me daba media vuelta y seguía con lo mío. A la directora del colegio, que solía estar en el patio, le llamaba la atención que yo me escapara cuando mis compañeritos se me acercaban.

Pero yo no lo hacía a propósito.

Un día la directora, que además resultaba ser mi mamá, me explicó que a veces las personas nos hacen preguntas porque quieren charlar y no tanto porque quieran saber la respuesta.

Para ella ya era bastante obvio que había muchas cosas que a mí me costaba entender cómo funcionaban. Alguna vez me contó que cuando mis vecinos más grandes jugaban a las escondidas yo iba y señalaba uno por uno dónde se habían escondido, y cuando alguno se quejaba yo explicaba: “Pero Ma, ellos quieren encontrar a fulano y no saben dónde está, entonces yo les digo dónde está”.

O en los cumpleaños: yo llevaba el regalo y, justo antes de entregarlo, lo abría y explicaba de qué se trataba, dónde lo habíamos comprado, cuánto había salido y si estaba o no de oferta.

Igual que ahora, me costaba horrores no salir corriendo a contarle a todo el mundo cada vez que aprendía algo nuevo, y me la pasaba tratando de entender cómo funcionaban las cosas. Desarmaba todo lo que tuviera a mi alcance: juguetes, aparatos, incluso algún mueble. Todas cosas con cables, tornillos, luces y rueditas.

Pero en todas esas situaciones que no entendía también me daba cuenta de que a veces a algunas personas el mundo se nos hace demasiado complejo y quizás es porque no nos preguntamos lo suficiente.

De hecho, es cuando alguien se copa y responde a nuestras preguntas acerca de todo eso que no entendemos que podemos empezar a desarmarlo. Y fue a partir de las explicaciones que pude cosechar que entendí que todos esos sinsentidos sociales se podían abrir para mirar adentro y, finalmente, lograr entender cómo funcionan los cumpleaños o cómo funciona hacer amigos, o cómo funciona jugar a las escondidas.

Así, y casi sin darme cuenta, elegí mi carrera mucho antes de que se me cayeran los dientes de leche, y ahora cuando me preguntan de qué trabajo, contesto que me “dedico a entender cómo funcionan las cosas”.

Esta es, claramente, una respuesta un poco pretenciosa.

Entonces algunas personas piensan que me dedico a esto porque soy una suerte de “experto en cosas” dotado de una peculiar capacidad para entender cómo es que funcionan.

Lo cierto es que si me dedico a entender cómo funcionan las cosas es porque la mayor parte del tiempo me cuesta mucho pero mucho entender qué carajo pasa a mi alrededor, y eso siempre me hizo sentir un poco distinto.

Porque no podía evitar notar que yo no solo hacía muchas preguntas, o al menos más que las personas a mi alrededor, sino que por lo general mis preguntas eran distintas.

Pero siempre fueron estas preguntas, a veces un poco extrañas, las que junto a algo de paciencia me permitieron ir entendiendo cómo es que funcionaban algunas cosas.

Por ejemplo, en algún momento pude comprender que cuando las personas dicen cosas como “me muero de hambre” no hace falta llamar a una ambulancia; o que cuando alguien nos dice que se le murió un familiar lo mejor no es alegrarse aunque ahora esto suponga mucho más tiempo libre.

Y haciendo muchas preguntas también me di cuenta de que las personas por lo general no se cuestionan las cosas más normales. Como por qué nos damos besos para saludarnos, o por qué preguntamos “¿cómo estás?” cuando no nos interesa la respuesta, o por qué regalamos estructuras reproductivas característica de las plantas espermatofitas — flores — a la persona que nos gusta o a alguien que no se siente bien.

Haciendo muchas preguntas, también, nos damos cuenta de que a las personas no suele caerles muy bien. Quizá se enojan porque se dan cuenta de que nunca habían pensado en algunas cosas, o quizá les frustra notar que no sabían ni entendían tanto como creían.

No creo que haya un truco especial para hacerse muchas preguntas. Yo lo único que hago es parar las orejas cuando llama la vocecita de mi curiosidad, que precisamente la que en la infancia nos mueve a preguntar “¿Y por qué?” cada dos palabras.

Y es esa que, a medida que vamos creciendo, nos vamos acostumbrando a ignorar. A veces porque no encontramos a quién hacerle alguna pregunta, y a veces porque después de preguntar mucho la otra persona se cansa y nos dice “porque sí” y nos manda a jugar al patio.

No hay personas más o menos curiosas: solo hay personas que se llevan mejor o peor con esa vocecita. Algunas personas logran ignorarla y viven sus vidas sin nunca levantarse a las 2 de la mañana para buscar algo en internet.

Pero la mía es tan pero tan ruidosa que si la ignoro llora y patalea toda la noche y no me deja dormir.

Pero hace tres años encontré la manera de hacer las paces con la vocecita de mi curiosidad y desde entonces todos los domingos, querida persona que lee, te mando por correo electrónico un texto acerca de cómo funciona una cosa distinta sabiendo que a vos también te entretiene sacar tuercas, tornillos y rueditas.

Incluso cuando esto último es una metáfora.

Lo que hago es fijarme qué dijeron la filosofía, la ciencia, la literatura y la historia acerca de eso que llama mi atención y busco qué es lo que te puedo contar al respecto.

Como por ejemplo cómo funcionan los bolsillos, que no son más que un reflejo de cómo muchas veces la misoginia y el sexismo se manifiestan en la forma de bolsillitos que no sirven para nada.

O cómo funciona tener una identidad secreta, que explica por qué a veces cuando nos ponemos unos anteojos, o un buzo, o incluso una capa podemos sentir más seguridad de quiénes somos. Y nos permite explicar por qué nunca nos vieron a Batman y a mí en el mismo lugar.

O cómo funciona bostezar, un comportamiento involuntario que apareció muy temprano en nuestra historia evolutiva que nos une a casi todo el resto de los vertebrados y supone la respuesta que nadie esperaba a la pregunta de qué tienen en común una lagartija, un pingüino y Brad Pitt.

Ya llevo más de cien correos escritos y lo que más me divierte es escribir acerca de todo eso de lo cual las personas no se hacen muchas preguntas; esas cosas que supuestamente todo el mundo entiende: cómo funcionan los abrazos, cómo funciona mirar a los ojos, cómo funciona comenzar una conversación.

Hacemos esas cosas un poco a los tropezones, por imitación, o en automático, porque cuando las cosas funcionan para qué hacerse la pregunta. Pero yo siempre me pregunto, y me frustro, cómo saben las personas lo que hay que hacer.

¿Cómo saben cómo funciona agarrarse de la mano o darle un beso a la persona que te gusta? ¿O cómo saben hacer nuevos amigos?

Durante muchos años pensé que todas esas cosas las sabía todo el mundo y que el día en que lo explicaron yo me había quedado en casa con varicela.

Pero ahora que soy más grande, y más pillo, descubrí que nadie sabe muy bien cómo funcionan las cosas. Y no solo eso sino que muchas veces ni siquiera se hacen muchas preguntas.

Quizá es porque a veces nos da un poco de alergia hacer algunas preguntas. O quizá es porque nos acostumbraron a pensar que dispersarse está mal y a que es mejor saber más de menos y menos, que abrir un poco la curiosidad y animarse a saber un poco acerca de todo.

A mí siempre me gustó dispersarme, irme por las ramas, y si eran de árboles o enciclopedias me daba lo mismo.

Y esto también es una metáfora.

Pero en toda esta dispersión alimentada por mi curiosidad siempre me sentí un poco solo. Quizá porque siempre me gustó mucho ir y contarle al mundo lo que yo sabía, pero a este no siempre le interesaba lo que yo tuviera para contar.

Hasta que un día empecé a escribir y te conocí a vos, querida persona que lee, que resultaste cultivar una curiosidad tan incontenible como la mía.

Y descubrí que somos un montón, pero un montón de bichos raros a los que cuando nuestra curiosidad no nos deja dormir la invitamos a un pijama party. Y a quienes nos entretiene dar ese empujoncito que otras personas necesitan para animarse a preguntar acerca de lo obvio que no es tan obvio.

Por eso también es tan extraño que esté contando todo esto.

Porque perseguir nuestra curiosidad es lo que alimenta nuestro apetito por el asombro. Y es el hacernos muchas, pero muchas preguntas lo que empuja a la poesía, a la ciencia, a la filosofía.

Son las preguntas que nos hacemos acerca de todo lo que nos rodea las que moldean nuestra experiencia del universo, y en las respuestas que encontramos en la ciencia, la historia, la filosofía y la literatura no hay más que poesía.

Lo que tiene la curiosidad es que, si vamos al caso, no sirve para nada.

Es decir, si lo que queremos es tener un mejor trabajo, aprobar una materia o ganar una beca lo mejor es dispersarse lo menos posible.

Pero si no le prestamos atención a los rincones a los que va nuestra mente cuando la dejamos nuestro mundo empieza a hacerse cada vez más chiquito.

Y si nos fijamos de dónde vienen las buenas ideas lo que encontramos es que por lo general vienen de unir dos o más cosas que no estaban unidas, y cuya relación tampoco eran tan obvia.

Por eso es que no solo intento entender cómo funcionan las cosas sino también de contagiar mi curiosidad, y lo que más me divierte es mostrar que detrás de cada cosa en la que podamos pensar hay personas que se hicieron preguntas, que escucharon a su vocecita y le hicieron caso.

No se me ocurre nada que nos haga más humanos que nuestro apetito por el asombro, ese que sin importar cuánto investiguemos siempre se mantiene insatisfecho.

Sobre todo porque también, si nos detenemos a pensar un poco, somos la única especie que tiene esta capacidad de pensarse a sí misma y de pensarse en relación al universo, y en las respuestas maravillarse.

Y eso supone cierto deber moral de asombrarnos.

Es en esta eterna búsqueda de no solo las cosas que nos llaman la atención sino también de aquello que nos permite sentirnos menos solos que quizá la respuesta se encuentre también en esos momentos en los que alguien se nos acerca con una pregunta.

Pero en vez de responder, dar media vuelta y seguir en la nuestra, lo que podemos hacer es alargar el recreo y responder con otra pregunta.

Este texto está basado en una charla TEDx presentada en 2020.

Rob and the Quiet Wonder of Nature” by La matita gialla (CC BY-NC-ND 4.0)

Cómo funcionan las cosas es un proyecto sostenido por las personas que leen. Si querés sumarte a que el proyecto crezca, y recibir contenidos exclusivos, podés hacerlo por acá.

Lo que leíste es solo la mitad del correo enviado el 20 de septiembre de 2020.
Si querés recibir «Cómo funcionan las cosas» todos los domingos, podés suscribirte
acá. Además, podés encontrarme en Instagram, Facebook o Twitter.

--

--