Cómo funcionan las recetas

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
12 min readFeb 25, 2022

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La biblioteca de mi casa probablemente no fuera enorme, pero siempre se sintió así.

Quizá lo más interesante que traía mi papá de sus viajes fueran libros, aunque ciertamente frente a un par de disfraces de Power Rangers en su momento yo no lo viviera así. Y, por algún motivo, entre el botín siempre había libros de cocina. Esos con tapas generalmente coloridas, decoradas con fotos de platos que por estos lares podían pasar por exóticos aunque solo fueran un almuerzo cualquiera en su lugar de origen.

Mi papá nunca estuvo en Tailandia, Japón o Vietnam, pero cada tanto tocaba una noche en la que, probablemente con la música pertinente de fondo, seguía las instrucciones hasta donde era posible para que tuviéramos una suerte de viaje gastronómico a tierras lejanas. Casi seguramente el viaje funcionara más por sugestión que por paladar porque, como era frecuente, en el pueblito en la montaña en el que vivíamos no se conseguía exactamente lo que la receta requería.

Las recetas de mi mamá, en cambio, solían salir de una viejísima edición de El libro de Doña Petrona (1933), o bien de sus páginas, o bien de anotaciones en los márgenes u hojas de cuadernos arrancadas, manchadas y escritas en lapicera intercaladas por ahí. Aunque solo siguiera más o menos las mismas recetas cada vez, había algo de arcano, de religioso, en abrir sus páginas de cuando en vez y pedir que susurraran su conocimiento. Quizá por eso aún se comenta, cuestionablemente, que vendió más copias que el Martín Fierro y solo no pudo contra la Biblia.

Es imposible establecer con precisión cuándo nuestra especie comenzó a codificar su conocimiento, pero el registro más antiguo de recetas tiene poco menos de cuatro mil años. Entre las famosas “tabletas de Yale”, una colección establecida en 1909 tras la donación de tabletas de barro por J. P. Morgan, se encuentran varias recetas del sur de Babilonia con escritura cuneiforme expresadas en idioma acadio.

Llegado un punto era esperable que a los egipcios no les quedaran ideas de qué más pintar en las paredes de las tumbas, y quizá por eso se les diera por ilustrar los pasos para preparar harina de nuez de tigre (hab al-‘aziz) hace 3.500 años. Otras recetas en jeroglíficos muestran cómo hacer pan, con hasta 14 formas distintas de simbolizarlo.

En el canto 11 de la Ilíada de Homero se menciona una bebida de queso de cabra y vino, pero aunque se tiene registro de varios recetarios, ninguno sobrevivió hasta la actualidad. El fragmento más antiguo conservado de un recetario en sentido estricto es del cocinero siciliano Miteco, del siglo V a. e. c., citado por Ateneo, en el que describe cómo preparar un pescado.

En la Antigua Roma circularon varios recetarios. Del siglo II a. e. c. está De agri cultura (“Sobre el cultivo del campo”) de Catón el viejo, la obra más antigua en prosa latina que se conserva. Allí recopila varias recetas célebres, incluyendo algunas para producir distintos tipos de vino que hacían furor entre el pueblo romano, así como de algunos postres parecidos a lo que hoy llamaríamos cheesecake.

Pero la Doña Petrona de la Antigua Roma era Apicio, autor de De re coquinaria (“Sobre el asunto de cocinar”), aunque no sabemos exactamente quién lo escribió. Si bien se lo menciona en el siglo I a. e. c., la copia que sobrevive tiene cuatrocientos años menos. Tímidamente, allí aparecen las primeras recetas con instrucciones en pasos bien ordenados y su lectura es disfrutable incluso en la actualidad.

Notablemente, Don Apicio no solo ofrece recetas sino también diversos consejos para aprovechar las sobras y para preparar platos similares con complejidad y costos diferentes.

Del mundo islámico sobreviven dos recetarios con el mismo nombre, Kitab al-Ṭabīḫ (“El libro de los platos”), de dos autores diferentes del siglo X y XIII, con cientos de recetas, muchas de las cuales aún se preparan.

Lo que todas estas colecciones de recetas tienen en común son sus escuetas instrucciones. El hecho de que no contemos con muchos más ejemplos no significa que no hubiera un amplísimo catálogo de platos, sino que el conocimiento para realizarlos no se transmitía principalmente de forma escrita sino de forma oral y por imitación.

No por casualidad los primeros recetarios modernos del siglo XIV y XV fueron encargados por reyes, como el Rey Ricardo II de Inglaterra, que encomendaron su codificación para preservar los lujosos gustos de la aristocracia. Esta peculiar evolución es a lo que dedica sus páginas The Language of Food (2014) del lingüista Daniel Jurafsky. Allí nos recuerda que las recetas codificadas generalmente eran aquellas de los reyes y de quienes pudieran pagarse lujos culinarios. Sus instrucciones se dirigían a quienes les cocinaban y no al público general, que muy probablemente tampoco las pudiera leer.

Hasta hace no mucho tiempo, las personas que cocinan aprendían a hacerlo por imitación. De generación en generación aquello que eventualmente se terminaría digiriendo se aprendía en las cocinas y es por eso que gran parte de estas “recetas” funcionaba en realidad más bien como ayudamemoria.

Antes de que los libros de cocina llenaran bibliotecas, la cocina se aprendía por observación e imitación. Estar en una cocina el suficiente tiempo proporcionaba la educación necesaria acerca de cómo manejar el fuego, un horno, y cómo preparar alimentos para alimentar a una familia. Las personas que sabían cocinar no necesitaban que se les recordaran instrucciones precisas sino apenas los ingredientes.

En el recetario en castellano más antiguo conservado, de ca. 1740, María Rosa Calvillo de Teruel, una mujer de Andalucía, sobran comentarios del estilo escritos de puño y letra: “Cómo guisa los pájaros la tía Filipa”, “Modo de hacer la salchicha como doña Joaquina”, o “modo de hacer el pastel de Mariquita”.

Al aparecer la imprenta y ampliarse la alfabetización, la incipiente industria editorial comenzó a diferenciar entre sus publicaciones su público objetivo, muchas veces indicando si eran para pobres o ricos.

La primera —y creo que única— receta que me traje al migrar a Buenos Aires fue la de crumble de manzana de mi abuela Nelly. Luego de anotarla, casi inmediatamente, me sonreí señalando que no se trataba de nada más que de un algoritmo, uno de los conceptos que dominaría mis aventuras intelectuales de ahí en más. Estaba terriblemente equivocado.

Un algoritmo es una lista de pasos que por definición debe excluir cualquier forma de creatividad. Los pasos deben seguirse lógicamente y no deben presuponer nada para poder ser ejecutados. Una receta no es, por lo tanto, un algoritmo. Una receta es más bien un relato, con sus momentos, tensiones e incluso su propia historia. Una receta nos conecta con una tradición y una cultura sutilmente embebida entre sus ingredientes y pasos. Como la improvisación en el jazz, antes que una lista cerrada de ingredientes e instrucciones, una receta puede ser una invitación a la aventura, especialmente si incluye picantes, y una mera sugerencia de hacia dónde dejarnos llevar por el ritmo de las ollas, sartenes y cacerolas.

La historia de la receta norteamericana, por ejemplo, quedó marcada por la abolición de la esclavitud. Luego de la Guerra, en muchas casas en el sur de Estados Unidos debieron aprender a cocinar aquello que su servidumbre esclava les solía preparar. Los recetarios se volvieron indispensables por la ineptitud blanca para manejarse en una cocina, una necesidad fruto de la subyugación racial.

Esta necesidad, asimismo, muchas veces surgió de la migración. Del mismo modo que yo ya no tenía a mi abuela cerca para preguntarle, familias enteras se servían de sus recetarios para comer como en casa. Lentamente los recetarios comenzaron a incluir instrucciones cada vez más detalladas y a asumir menor competencia de parte de quien se dispusiera a cocinar. Una receta del siglo XIX para una torta de crema podía leerse así:

Una taza y media de azúcar, dos tazas de crema agria, dos tazas de harina,
uno o dos huevos, una cucharadita de soda [carbonato de sodio]; aromatizar con limón.

Fue recién a principios del siglo XX que asomó la receta como la conocemos hoy, tan exhaustiva que casi, casi, podríamos decir que remite a un algoritmo y salvo por la eventual “pizca de sal” excluye cualquier variable libre. El cambio también fue empujado por la aparición de medidas estándar en la cocina como del cambio tecnológico y social que generó la aparición de los hornos a gas y luego a eléctricos, que hasta entonces usaban kerosén, carbón o leña.

La cocina pasó, apenas en el último siglo, de la improvisación y una marcada transmisión oral al reino de la precisión, la mecánica y la técnica, probablemente mejor ilustrada con Doña Petrona C. de Gandulfo poniendo un candado al horno, que debía permanecer estrictamente cerrado durante 90 minutos.

Si bien la palabra “gastronomía” (del griego γαστρονομία, de γαστρ(ο), gastrós, estómago y νόμος, nómos, norma o regla) remite a lo reglamentado, rara vez pensamos en la cocina como un asunto legal que debe respetarse a rajatabla.

Pero este fue precisamente el sentido en el que la ocupación soviética de la actual República Checa lo tomó. Luego de la ocupación nazi que impuso estrictos racionamientos, la ocupación comunista publicó el infame Receptury teplých pokrmu (“Recetario para platos calientes”) que establecía estrictamente las 845 recetas que podían seguirse, desde platos principales hasta entradas y postres. Quien quisiera cocinar otra cosa debía recibir aprobación del Ministerio de Salud, un engorroso trámite que podía demorar años.

Trágicamente, como capital tanto del Sacro Imperio Romano Germánico y durante algunos años del Imperio Habsburgo, la libre circulación de ideas e ingredientes había llegado a establecer a Praga como centro gastronómico rivalizando incluso con París y Viena. Sus carnes eran mejores que las alemanas, sus ñoquis mejores que los italianos, y sus novedosas técnicas superaban a las francesas.

En contraste con aquella gloria culinaria, este recetario establecía incluso a quien se le recomendaba cada plato según su trabajo, y cada bocado se calculaba en términos productivos. Es cierto que por el control de precios todo el mundo podía comer afuera, pero dada la estandarización, no importaba dónde alguien se sentara a comer su experiencia sería idéntica. Sin acceso a ingredientes, la riqueza culinaria checa se extinguió prácticamente hasta el siglo XXI.

Y hablando de los Habsurgo, la actual Eslovenia durante casi seiscientos años estuvo bajo su reinado. El idioma esloveno, al centro de su identidad, estuvo cerca de desaparecer tras la progresiva ocupación del idioma alemán como la lengua ilustrada. La “lengua común” eslovena apenas si había quedado relegada al populacho.

Fue el poeta Valentin Vodnik quien en el siglo XVIII se propuso recuperar a la lengua eslovena del olvido en una serie de incansables ejercicios intelectuales. Uno de ellos, especialmente notable, fue el de publicar su Kuharske bukve (“Recetario”), que incluía 300 recetas traducidas del alemán, incorporando palabras eslovenas y, cada tanto, inventando las que no existieran. Si bien no incluía recetas eslovenas, esto más que un descuido fue una decisión estratégica: quería mostrar que su lengua era capaz de expresar lo mismo que cualquier otra. Naturalmente, y como sucedía con todo recetario anterior, su contenido no era de mucha utilidad para el pueblo esloveno mayormente pobre y analfabeto.

Aunque no siempre las recetas son escritas por poetas, algo puede decirse, también, del placer de leer recetas incluso si nunca las vamos a cocinar. Como nos señala Bee Wilson, autora de Consider the Fork (2012), existe una eterna tradición literaria de platos imaginarios. Escribir sobre comida es quizá la única forma aceptable de hablar con la boca llena. Escribir sobre comida es, de hecho, bastante difícil sin repetirnos: “Escribir incesantemente sobre comida es como escribir pornografía. ¿Cuántos adjetivos podemos usar antes de empezar a repetirnos?”, se preguntaba alguna vez Anthony Bourdain.

Pero es nuestra capacidad imaginativa la que nos permite leer recetas sin estar en la cocina, y la que nos lleva como una caricatura flotando hacia aromas que quizá nunca conozcamos. Probablemente no exista ejemplo más extremo de este peculiar ejercicio cognitivo que la lectura de aquel raro libro de recetas surrealistas de Salvador Dalí, olvidado por cuarenta años en el que se describen delicias como “Empanadas de rana” y “Tofi de pino”. Es quizá por ello que los cuentos infantiles, desde Hansel y Gretel hasta Harry Potter, incluyen tantas descripciones de dulces.

Es esta imaginación, tan poderosa para conectarnos, la que corre peligro cuando reducimos una receta a aquello que puede seguir un autómata. Sin ir más lejos, una revisión de las ediciones de Doña Petrona nos permite ver cómo en su centenar de versiones su propia identidad, primero de ascendencia europea y luego con el reconocimiento de su ascendencia santiagueña, fue acompañando el compás de la construcción de la identidad argentina.

En Creating a Common Table in Twentieth-Century Argentina (2013), la historiadora Rebekah Pite repasa obsesivamente la historia de Doña Petrona y pone en evidencia cómo sus recetas “implícitamente construían una Argentina blanca, al enfatizar la europeidad de su cocina y minimizar (en parte al no nombrarlas) las contribuciones indígenas y africanas”.

La tradición a la que Petrona se sumaba con su libro — que nunca contó con un editor ni editorial — era la del recetario moderno, inaugurado seis siglos antes. Estos libros atendían las grandes responsabilidades de las damas, que debían dirigir no solo la cocina sino también la producción de insumos domésticos, la conservación de vinos, el teñido de textiles y la gestión de medicamentos para toda la casa, incluyendo sus sirvientes.

En una peculiar travesía etimológica, es en el sentido en el que los recetarios modernos dictaban instrucciones para buenos modales y consejos prácticos para la actividad doméstica que la palabra economía les quedó asociada. “Economía” es tomada directamente del latín oeconomia, que a su vez viene del griego οἰκονομία (“oikonomía”, dirección y administración de una casa). Como nos recuerda Pite, Petrona nunca se jactó de cocinera, sino de ecónoma.

La receta contemporánea generalmente se caracteriza por una introducción autorreferencial que muchas veces saca de sus casillas a la impaciente persona que lee. Queremos cocinar y nos someten a una historia de cómo la abuela de noséquién hizo tal o cual cosa cuando lo único que queremos es una la lista de ingredientes y precisas instrucciones para saciar nuestro insoportable apetito. Paradójicamente, las recetas cortitas y al pie de antaño nos serían ilegibles considerando nuestra incompetencia culinaria. Si te gusta el durazno, bancate leer sobre cómo mi abuela le sacaba la pelusa.

Y, sin embargo, quizá conviene detenerse en aquello que nuestra impaciencia busca silenciar. En primer lugar, las recetas, en tanto lista de instrucciones e ingredientes, no caen bajo la protección de la propiedad intelectual. Agregar un relato hace que al menos esa parte, solo quizá obviable, no pueda ser replicada. Incluso si la originalidad en la cocina supone un acalorado debate, copiar una receta sin dar crédito es un asunto más bien ético que legal. A fin de cuentas, la cocina — y la comida — se presta al compartir en todas sus formas y sabores.

Los primeros recetarios norteamericanos copiaban de sus contrapartes británicas, y durante siglos muchas recetas afroamericanas fueron apropiadas por recetarios que soslayaban su origen. Precisamente, al acompañar una receta con fotografías y relatos, la misma se puede proteger. Pero mucho más importante es reconocer que esta es también una forma particularmente insidiosa de la expresión “Callate y cociná”.

Como nos recuerda la escritora Deb Perelman, la vasta mayoría de las recetas ampliamente disponibles en internet fueron escritas por mujeres y puestas a disposición de forma gratuita. Considerando la invisibilización que históricamente sufrieron quienes protagonizan la historia de la cocina, quizá no sea tan mala idea guardar algo de paciencia y, por más ruido que nos haga la panza, leer lo que tienen para contar las personas que con amor y dedicación recuperaron una receta, cuidadosamente la ilustraron y la pusieron sobre la mesa. No metamos abogados en el medio: en la mayoría de los casos alcanza con reconocer que la originalidad está sobrevalorada y que dar crédito es una manera especialmente hermosa de dar gracias.

Nada sale de la nada, y ese parece ser el caso también de las recetas, que insospechadamente codifican también las historias de las personas que vinieron antes. Reconocer esto es correr el foco de la mecánica de la cocina y un gesto poderoso capaz de devolverle su humanidad a la comida.

Conviene recordar también que no existe una versión platónica de cada plato: cada receta recupera a su modo una versión que puede remitirnos a él o bien alejarse tanto que se convierte en otro por completo. En cierto sentido, las recetas capturan a la perfección lo embarrado del debate filosófico en torno a la identidad. Si no son sus ingredientes, ni su nombre, lo que hacen que una cosa sea una cosa, entonces su mismidad está indeleblemente marcada por su historia. Y esta, a su vez, remite no solo a su propia ejecución, sino también a sus condiciones de posibilidad.

Una receta implica el ejercicio de una memoria sensorial, de una historia de la que somos un eslabón, a la que nos sumamos una vez que la mesa está servida. Una receta es un elemento vivo y dinámico, que a lo largo de su evolución guarda en sí marcas sucesivas que preservan y sin embargo alteran su identidad.

Y acá, yo, que solo quería hacerme un flan.

Watercolor Cookbook Illustrations” by Juliette Kim (CC BY-NC-ND 4.0)

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