Cómo funciona lavar los platos

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
7 min readNov 15, 2017

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Si ochenta por ciento del éxito está dado por estar donde corresponde, el otro veinte viene de tener en claro qué es lo que queremos hacer.

Eric Blair desde muy chiquito sabía que quería ser escritor, algo que nada de especial tenía en la Inglaterra de comienzo de siglo XX. Toda generación está plagada de miles de aspirantes a las letras que, tarde o temprano, desisten o, en casos excepcionales, triunfan. Eric, sin embargo, nunca había mostrado un ápice de talento.

Los planes de su familia eran que se asegurara un futuro entrando en alguna universidad prestigiosa. Él, como buen pichón de escritor, planeaba leer cuanto libro se le cruzara tan amplia y atentamente como pudiera, incluso si ninguno de ellos le fuera a servir para sus exámenes. De tener un futuro, no sería en la academia.

Con tantas ganas de escribir pero sin saber acerca de qué, salió en la búsqueda y con 18 años decidió ganarse la vida como oficial de la Policía Imperial India en Birmania, por entonces colonia británica. Pero asqueado del modo en que los británicos se aprovechaban de los locales, y para disgusto de su familia, abandonó también una prometedora carrera en la fuerza. Con escasos ahorros, decidió mudarse a París — luego de un breve paso por Londres — para finalmente dedicarse a la escritura.

Instalado en el bohemio, cosmopolita y, sobre todo, barato Barrio Latino, a metros de donde habían vivido autores como Hemingway o Fitzgerald, en quince meses escribió dos novelas y un buen puñado de cuentos, todos rechazados y luego destruidos. Subsistía dando clases de inglés y vendiendo cada tanto algún texto para alguna desconocida revista.

Pero como siempre todo puede empeorar, cuando la chica con la que salía le robó sus ínfimos ahorros, Eric se vio forzado a vivir en extrema pobreza, trabajando de lavaplatos, de restaurante en restaurante, para sobrevivir. Curiosamente, fueron estas diez semanas que pasó lavando platos las que dieron vida a las páginas de su primera novela publicada, Down and Out in Paris and London (1933), que sirvió, además, de excusa perfecta para estrenar el seudónimo de “George Orwell”.

“El miedo a lo popular es un temor supersticioso. Se basa en la idea de que hay alguna diferencia misteriosa y fundamental entre ricos y pobres... Pero ricos y pobres sólo se diferencian en sus ingresos, y el millonario promedio no es más que el lavaplatos promedio con elegante traje”, escribe entre las páginas de su reflexión acerca de la pobreza en las dos ciudades. “Cualquiera que se haya relacionado en términos de igualdad con pobres lo tiene bien claro. El problema es que las personas inteligentes y cultas, justo quienes deberían tener opiniones liberales, jamás se mezclan con los pobres. ¿Qué sabe de la pobreza la mayoría de la gente culta?”

A mí, que no tengo que vivir de ello, me encanta lavar los platos. Tiene algo de zen. Tiene algo de automático que nos hace posible llevar a la mente a donde queramos. Lavar los platos es un poco como soñar despierto. Tiene algo de descerebrado que contrasta con el trajín de lo cotidiano, como un tiempo fuera del tiempo. Y aunque parece ser un momento ideal para ponerse al día con algún podcast, un audiolibro, serie, o quizá, dejarnos a solas con nuestros pensamientos, tal vez aprovechar ese momento para hacer otra cosa no sea la mejor idea.

Como en cualquier otra cosa, en el lavado de platos también hay fundamentalistas, con protocolos y todo. Por ejemplo, según las Conferencias Dictadas en el 2° Curso Internacional de Economía Domestica en Extension Agricola realizado en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, en 1959, primero se lavan los vasos, segundo los cubiertos, tercero los platos y por último los utensilios de cocina.

Una grieta, de la que mucho no se habla por estos lares, separa a quienes lavan los platos y dejan que se sequen solos, como hacemos en Latinoamérica y el sur de Europa, de quienes usan un repasador para secarlos y guardarlos inmediatamente, tal como hacen en el norte de Europa y Norteamérica.

Están quienes esgrimen esponjas y cepillos, y quienes optan por la todopoderosa virulana; quienes prefieren guantes, y quienes se prestan a curtir sus manos; quienes usan delantales, y quienes entendemos que empaparse de cabo a rabo es parte del ritual (o quizá nunca aprendimos a hacerlo bien); quienes prefieren dejar correr el agua, y quienes prefieren llenar la pileta con agua tibia y lavar los platos ahí. Sin más, esta es una diferencia irreconciliable entre Estados Unidos e Inglaterra.

Pero lavar los platos (que en realidad es una metonimia del tipo “designar el todo por una de sus partes”, porque además de platos se lava el resto) acarrea también otro folclore. Al menos en casa, quien cocina no lava, y según una antigua tradición — quizá ya olvidada — si en un restaurante no podemos pagar, el orgullo pero no la decencia se pierde lavando los platos. A veces me pregunto si el único sentido de que existan recetas que incluyen laurel es la lotería que indica quién hará los honores de mojarse las manos.

Lavar los platos, sin embargo, no tiene por qué ser un castigo. Que haya platos que lavar significa que hubo una comida que disfrutar, y eso no es poco. Quizá en vez de verlo como el tedio inescapable o el costo a pagar de un placer del que tuvimos el privilegio, podemos ver al ritual de lavar los platos como una forma de celebrar la vida.

En vez de sufrir el lavado de platos como un hastío necesario para luego poder disfrutar de una taza de té, podemos vivirlo como una forma de estar presentes. Como dice el monje budista vietnamita Thích Nhất Hạnh: “Hay dos formas de lavar los platos. La primera es lavar para tener los platos limpios y la segunda es lavar los platos para lavar los platos”.

Cuando lavamos los platos, nos recuerda Nhất Hạnh en The Miracle of Mindfulness (1975), en vez de buscar con qué mantener distraído a nuestro pobre cerebro, deberíamos en cambio aprovechar para ser completamente conscientes de lo que estamos haciendo. Esto, naturalmente, nos repele. Por qué, para qué, podemos pensar, y ese es el punto. El hecho de que podamos estar en ese momento, en contacto con el agua, con aquellos elementos que minutos antes nos permitieron disfrutar de aquello que nos mantiene con vida, es una maravillosa realidad.

Si mientras lavamos los platos solo pensamos en la taza de café o la película que vamos a disfrutar, apurándonos para sacarnos ese embole de encima, no estamos realmente viviendo durante el tiempo que nos toma. Estamos siendo profundamente incapaces de reconocer lo que está sucediendo en ese momento en nuestras vidas. Y si no podemos lavar los platos para lavar los platos, difícilmente podamos disfrutar del café que venga después. Solo estaremos, una vez más, pensando en otras cosas en vez de estar presentes.

Si somos incapaces de vivir en el momento y apreciar lo que estamos haciendo, con apuro por quitarnos de encima la tarea, tampoco vamos a poder disfrutar de lo que venga después. Si nos dejamos absorber por el futuro, difícilmente vamos a ser capaces de disfrutar un solo momento de nuestras vidas.

Cuando lavamos los platos, insiste Nhất Hạnh, eso debe ser lo más importante en ese momento, cuando estemos tomando nuestro café, eso debe ser lo más importante, y así sucesivamente. Meditar no debería ser eso que procuramos hacer un ratito cada día sino aquello que acompaña a cada acto que tenemos la suerte de poder llevar adelante. Lavar los platos es un rito, al igual que tomar café o mirar una película. “Quizá rito suena muy solemne, pero uso esa palabra para recordarte que ser consciente es en efecto una cuestión de vida o muerte”, concluye.

En este librito tan breve como indispensable al que se le atribuye haber sentado los fundamentos del mindfulness como práctica de meditación y como terapia cognitiva, Nhất Hạnh vuelve una y otra vez al asunto de lavar los platos, no por nada, como forma de meditación. Lavar los platos no solo promueve un estado de atención a nuestras emociones y pensamientos en el momento presente, sino que enfocarnos en la temperatura del agua o el olor del detergente puede disminuir nuestro nerviosismo e incluso mejorar nuestra capacidad para pensar de forma creativa.

Quién sabe, quizá sea lavando los platos que encontremos la inspiración que estamos buscando cuando no sabemos sobre qué escribir.

In memoriam Thích Nhất Hạnh (1926–2022)

Dirty Dishes” by Andrea Manzati (CC BY-NC-ND 4.0)

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Lo que leíste es solo la mitad del correo enviado el 12 de noviembre de 2017, y luego revisado y ampliado el 19 de marzo de 2022.
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