Cómo funcionan los dragones

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
11 min readSep 14, 2022

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Hace mil años los dragones eran tan conocidos que sin importar a quién le preguntáramos nos hubiera podido responder, sin dudar, cómo se veían, comportaban e incluso en qué consistía su dieta. Estas bestias —y los relatos de aquellos héroes que se dedicaban a perseguirlas— eran, al igual que morir de tuberculosis, apenas un elemento más de la vida cotidiana.

Muchas cosas pueden haber cambiado desde entonces, pero no nuestro encanto por los dragones y sus historias.

Al menos de este lado del mundo, la mayoría de descripciones atribuyen a los dragones un cuerpo serpentino, con escamas y alas gigantes de murciélago. A veces sin patas, a veces con dos y a veces con cuatro. Con la capacidad de escupir fuego o vapores venenosos, y a veces con la capacidad de hablar con una intachable retórica. A veces con algún punto débil, y otras con un peculiar antojo por princesas, vírgenes o no. Siempre con mal aliento.

De todas las bestias que alguna vez pudimos encontrar, los dragones parecen ser las más populares, repartidas en historias propias de cada continente desde tiempos inmemoriales.

Imágenes de dragones fueron encontradas en la antigua Babilonia, en la China, en Egipto, en Etiopía, en Australia, adornando barcos vikingos, templos aztecas e incluso talladas en huesos por los Inuit en zonas donde difícilmente podríamos imaginarlos viviendo cómodamente, aunque también cuesta imaginar a un dragón pasando frío en invierno. Incluso la mitología mapuche habla de gigantes serpientes marinas que moldearon la topografía chilena.

Pero aunque con el paso de los siglos logramos convencernos de que unicornios, grifos y minotauros nunca fueron más que infantiles creencias de nuestros antepasados, al menos hasta 1734, en pleno Siècle des Lumières, había quien todavía guardaba esperanzas de encontrar un esqueleto completo de dragón en alguna colección, quizá con la ilusión de algún día poder alardear de tenerlo guardado en su cochera.

Como cuenta el zoólogo Peter J. Hogarth en Dragons (1979), hasta hace no mucho más de cuatrocientos años todavía eran frecuentes los avistajes de dragones, aunque para entonces probablemente ya fueran una especie en extinción. Tanto en Europa como en China, aunque con marcadas diferencias, los dragones aparecían en todo tipo de reportes, no solo de personas perdidas en el anonimato sino también de reyes, caballeros y estudiosos de todo tipo. Los dragones, arriesga Hogarth, aparecieron junto con la civilización.

El sistema de creencias más antiguo que conocemos, el poema Enūma Eliš de la antigua Babilonia contenido en siete tablillas de arcilla y fechado aproximadamente en el 1800 a. e. c., incluye, esperablemente, un mito de la creación en el que se cuenta cómo de la unión entre Apsu, el espíritu masculino del agua dulce y el vacío en el que el mundo luego existiría, y Tiamat, el espíritu femenino del agua salada y el caos, surgió el mundo como lo conocemos.

Luego de que Tiamat diera a luz a la primera generación de deidades, en un momento Apsu exclama: “De día no encuentro alivio ni de noche descanso … que la quietud regrese y podamos descansar”.

Sus hijos, aparentemente, tampoco se lo fumaban y eventualmente deciden complotar en su contra y asesinarlo. Enfurecida, Tiamat toma la forma de ser monstruoso con cuerpo de serpiente, escamas y cuernos y lucha contra los asesinos de su marido. Finalmente, el descendiente más joven de los dioses, Marduk, derrota a Tiamat usando vientos de tormenta y relámpagos como armas. Thor, quién te conoce.

Para el final del poema había surgido el mundo, el cielo, el sol, el viento, la civilización, los conflictos entre padres e hijos, el primer dragón y, entre otras cosas, la primera descripción sexista de las mujeres como personificación del caos. Ay, la humanidad.

Esta misma historia del héroe que derrota al dragón parece haber inspirado no solo a los asirios, que andaban por ahí en la Mesopotamia, sino también a los egipcios, los hititas y los cananeos que tomaron elementos de esta historia para sus propios mitos de la creación.

Una de las principales leyendas egipcias cuenta cómo todos los días el dios del sol Ra recorre el Nilo de este a oeste amenazado por el dragón-serpiente Apofis que trata de atraparlo en su oscuridad, eventualmente logrando que se haga de noche. Pero cada día Ra sale victorioso y amanece una vez más. Qué suerte para los egipcios que los dioses no se tomen fines de semana.

Otro parentesco podemos encontrarlo en la India con el mito védico, previo al hinduismo, del dragón Vritrá derrotado por el héroe Indra, rey de los dioses, narrado en el Rigveda de ca. 1400 a. e. c. En este caso lo que el dragón bloqueaba era el curso de los ríos.

No casualmente, casi todo relato acerca de dragones remite al mal, al caos y a las tormentas, episodios de incontrolable fuerza natural que arruinan todos nuestros planes. Por qué el cuerpo de serpiente, las alas, los cuernos y las garras bien puede explicarse como un mejunje de todo lo que nos asusta desde que el mundo es mundo.

Probablemente sea mérito del Antiguo Testamento la descripción de una bestia, el Leviatán, con escamas impenetrables y capacidad de soplar fuego (Job 41:19–21), que desde entonces atribuimos a los dragones, aunque es en otro texto religioso apocalíptico hebreo excluido del canon, el Libro de Enoc, donde se establece que el Leviatán es una mujer (1 Enoc 60:7–9).

Por supuesto, no hay lugar en el mundo en el que los dragones hayan sido más venerados que en China, cuyas representaciones en algunos casos pueden rastrearse hasta el 4500 a. e. c. Pero mientras que en el resto del mundo los dragones parecían existir únicamente para ser derrotados por héroes que luego no paraban de mencionar su hazaña en cada cumpleaños al que los invitaban, en China estos eran considerados justos, sabios y benevolentes. No por nada los sucesivos gobernantes chinos buscaron ser identificados con ellos, literal o metafóricamente.

Aunque la relación entre los dragones y el agua aparece una y otra vez, en China —como en la India— esta es probablemente aún más pronunciada, y de su humor podían depender las lluvias, las tormentas y las sequías, e incluso se propuso que la palabra dragón en chino, 龙, lóng, surgió como onomatopeya del sonido de un trueno. La observación del comportamiento de los dragones servía como fiel indicador de lluvias y sequías, por ejemplo si se los veía abandonar su nido. Veía entre muchas comillas, supongo.

Asimismo, la medicina tradicional china antigua cuenta con innumerables menciones a las virtudes de sus dientes, carne, sangre, huesos, piel y órganos para la curación del mal que fuera. Claro que si consideramos que los dragones en China eran inmortales se presenta la pregunta de cómo es posible obtener todos esos insumos, pero la cuestión se resuelve fácilmente: los dragones chinos pueden deshacerse de todos esos elementos sin perder la vida. Cosa de dragones.

Pero a diferencia de sus parientes occidentales, en China los dragones nada tenían que ver con la creación del universo ni las ambiciones de aquellos que pretendían convertirse en héroes. Si tan solo los dragones en otras partes del mundo hubieran aprendido a meditar cuántos caballeros habrían evitado ser merienda.

La palabra dragón ingresó al idioma inglés a principios del siglo XIII del francés antiguo dragon, que a su vez proviene del latín dracō que significa “enorme serpiente, dragón”, del griego antiguo δράκων, drákōn o “serpiente, pez marino gigante”. Por otro lado, esta última comparte raíz con el verbo δέρκομαι, derkomai, algo así como “mirar fijamente”, tal como hacen las serpientes, y es por eso que drákōn se usaba en alusión a guardián o vigilante.

Podemos especular que de aquí viene también la cuestión de los tesoros que muchos dragones cuidan, y el famoso adjetivo “draconiano” que refiere a la severidad de las penas del primer código legal escrito de Atenas, del legislador Dracón, a quien incluso en algún lado se alude como un dragón con todas las letras, como cuenta Aristóteles en Retórica.

Hasta el nombre de nuestro vampiro favorito, Drácula, viene del rumano “hijo de dracul”, que viene de drac, o dragón, y alude al nombre con que se conocía a su padre, Vlad el Dragón, perteneciente a la medieval Orden del Dragón establecida para luchar contra los enemigos del cristianismo, que tenía como santo patrono a San Jorge, otro héroe famoso por haber derrotado a un dragón.

Eso sí, quizá a excepción de los honrosos dragones orientales, todos ellos personifican el mal. Fue probablemente Kenneth Grahame quien tuvo por primera vez la idea de preguntarle a uno qué opinaba de todo esto. En “The Reluctant Dragon” (1898), un niño descubre a un dragón entusiasta de la poesía y su pueblo convoca a San Jorge para asesinarlo. Finalmente los tres acuerdan para fingir una derrota y el dragón es aceptado en sociedad. A veces los dragones solo quieren que los dejen en paz mientras leen a Wordsworth.

Durante la Edad Media los dragones no solo protagonizaron una amplísima variedad de relatos, cuyo final puede haber sido feliz pero no para ellos, sino que se ganaron un lugar privilegiado en los bestiarios propios de la época. Es de las páginas de uno de ellos, del año 1260, que probablemente surja la imagen contemporánea del dragón tal como se suscita en nuestra mente cuando alguien lo menciona.

Como explica Michael S. Malone en The Guardian of All Things (2012), un exhaustivo recorrido de la historia de la memoria humana, una biblioteca típica europea del siglo XII no contaba con mucho más que copias de textos bíblicos y sus correspondientes comentarios, algunas historias locales, textos clásicos en latín y alguna que otra biografía de algún santo.

Pero apenas un siglo más tarde empezaron a multiplicarse las traducciones al latín de todo tipo de textos, aparecieron las literaturas vernáculas, reaparecieron los clásicos latinos, las leyes romanas, se recuperó la ciencia griega con sus revisiones árabes y la filosofía clásica más allá de los pocos textos platónicos que circulaban hasta entonces.

Todo este proceso de traducción, previo a la invención de la imprenta, requería de priorizar la selección de textos para luego compilarlos y finalmente interpretarlos. Las dos soluciones a este desafío fueron la invención de las universidades y las enciclopedias.

El ejemplo emblemático de este florecimiento intelectual fue la recuperación de los textos de Aristóteles y con ella el interés por el estudio empírico y la realización de clasificaciones de todo tipo. Las primeras universidades surgieron marcadas por el pensamiento aristotélico y su perspectiva fue adoptada como eje rector de la intelectualidad medieval.

Si bien las enciclopedias, en cierta forma, estaban presentes en la antigua Roma —fue investigando la erupción del Vesubio para su Naturalis Historia que Plinio el Viejo inspiró el dicho “la curiosidad mató al volcanólogo”— sus versiones medievales eran aún más ambiciosas. En ellas se inspiraban estos bestiarios que aspiraban a describir e ilustrar la diversidad de animales conocidos de todo el mundo. Sin sospecharlo, lo que estos bestiarios codificaron fue el mismísimo mundo de inagotable imaginación que hoy habitamos.

La experiencia de leer uno de estos bestiarios puede resultar algo abrumadora, si no desconcertante. El más completo de ellos, conocido como Bodley 764, cuyas tapas de cuero dan cierta sensación de “memoria viva”, fue precisamente el tipo de inspiración que sirvió a J. R. R. Tolkien para sus propios dragones. Tolkien, al igual que C. S. Lewis, pasaba días enteros en la biblioteca consultando estos bestiarios en una de las salas que luego fue utilizada como locación de las películas de Harry Potter.

En estos libros, repletos de sirenas, grifos, bestias gigantes y dragones, las descripciones pueden hacernos dudar de qué era lo que realmente veían por aquel entonces. La respuesta probablemente no guarde tanto misterio: veían lo que querían ver, tal y como sucede en la actualidad. Como alguna vez alguien dijo: si su dieta se basaba en caballeros con armadura dispuestos a rescatar doncellas, quizá con su desaparición los dragones simplemente murieron de hambre.

En cuanto a George R. R. Martin, sus aportes al género no lo completan sino que en cierto sentido consolidan nuestra imagen de los dragones. Pero esto no quita mérito. Sus dragones conjugan su bestialidad con cierta domesticación: no buscan aniquilar a la humanidad, sino a los enemigos de sus amos. No son indomables pero tampoco especialmente dóciles. Funcionan como armas tanto como símbolos de su poder: su mera existencia supone un factor disuasivo para el conflicto, pero al igual que sucede con las bombas nucleares, una vez que hay dragones en el medio no hay chances de que un conflicto se resuelva ordenadamente.

Los dragones, sin importar tiempo o lugar, siempre fueron imaginados y descritos con una mezcla entre terror y fascinación. Hay dragones en tatuajes de algunas chicas, hay dragones escondidos entre tigres agachados, hay casas de dragones, hay corazones de dragones e incluso sugerencias de cómo entrenar a uno si tuviéramos ese privilegio.

Quizá los dragones hayan surgido de una apresurada interpretación de hallazgos fósiles, aunque una explicación tan simplista difícilmente explica su aparición en tantos lugares y momentos distintos. Quizá hayan surgido de nuestra fascinación por los arcoíris, o quizá hayan surgido como manifestación exagerada de nuestro temor visceral a ciertos animales como las serpientes.

O quizá hayan surgido porque al momento de contar una gran historia, e inspirar coraje, necesitamos una bestia a la que vencer. En palabras de Neil Gaiman, parafraseando a G. K. Chesterton: “Los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”.

Más de una vez me pregunté si nuestra afición por poner cigarrillos —o una pipa— en nuestros labios no es más que un innecesario y arrogante modo de demostrar nuestro dominio del fuego. Tanto poder tenemos, como un dragón cualquiera, que provocamos fuegos a centímetros de nuestra cara solo para poder escupir bocanadas de humo.

Los dragones, sin importar cuántas vueltas le demos al asunto, parecen suscitar esas ideas de “y qué tal si…”, historias naturales contrafácticas en las que quizá, solo quizá, hayan volado sobre cabezas humanas bestias que escupían fuego. Ahora solo queda preguntarnos dónde están los dragones.

Algo es seguro: nunca estuvieron más allá de donde alcanzaban los mapas bajo la leyenda “hic sunt dracones” o “aquí hay dragones”, sin importar cuántas veces esto se haya repetido.

En uno de los ensayos recopilados en The Wave of the Mind (2004), la brillante Ursula K. Le Guin retoma la pregunta que había hecho casi cuarenta años antes respecto de por qué los estadounidenses le temen a los dragones. A lo que se refiere es al rechazo generalizado a la literatura fantástica como una de segundo orden, un vestigio infantil cuyos libros, a pesar de vender mucho más que aquellos otros más nobles propios del género de no ficción, siguen llenando bibliotecas.

“Los críticos y los profesores universitarios”, escribe Le Guin, “saben que si reconocen a Tolkien tendrán que admitir que la fantasía puede ser literatura, y que en consecuencia tendrán que redefinir qué es la literatura. Y son demasiado perezosos para hacerlo”. En otras palabras, temen a los dragones.

El asunto, nos recuerda Le Guin, es que son precisamente quienes niegan la existencia de los dragones quienes a menudo acaban devorados por ellos.

Desde dentro.

Friedrich-Johann-Justin-Bertuch, Public domain, via Wikimedia Commons

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