Cómo funciona el Año Nuevo

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
10 min readJan 16, 2024

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“Si hay algo que me propongo cada año”, contestaba un famoso escritor en 1899, “es lograr elevarme por encima de las pequeñas cosas”.

Aunque quizá no nos detengamos en ello, solemos orientar nuestras vidas en torno a lo que nos marca el calendario. El lunes podemos empezar la dieta, para el viernes podemos tener lo que nos pidieron y para cuando comience un nuevo año nos habremos propuesto alguna que otra cosa que en última instancia no apuntará a nada menos que a lograr ser más felices.

Nos retorcemos evitando pensar en el fracaso, y en dirección contraria nos atrae cualquier oportunidad de apretar “reset” y volver a empezar. Nos desesperamos por creer que esta vez sí podremos empezar a comer mejor, que para cuando llegue el verano no podremos esperar a desvestirnos, que vamos a controlar cuánto tomamos, que ya no vamos a fumar y que vamos a dejar de engancharnos con idiotas, aprendiendo finalmente a tomarnos todo con soda.

Queremos cambiar pero no siempre es fácil elegir cuándo hacerlo. Así nos aferramos a aquello que nos excede, aquello que no se siente tan caprichoso como hacerlo un martes cualquiera a las dos de la tarde. Y qué mejor excusa que aquel momento del año en el que este termina.

Puede que sea un cambio de estación, el momento en que el Sol anda por allá o la Luna anda por acá, pero aprovechamos cada oportunidad para demostrarnos que aquello que no funcionó esta vez sí puede salir bien. Todo lo anterior fue un mero ensayo pero esta vez es la posta.

Como metáfora es especialmente fácil de aceptar pero su origen era más bien literal: la re-creación del universo entero, todos los años. No fue hasta hace un par de siglos que el futuro se fue volviendo un concepto cotidiano y los años del mundo dejaron de asemejarse unos a otros.

La metáfora no nos exige siquiera tanto esfuerzo: con estos ciclos lo que muere vuelve a brotar, crecer y quizá florecer, y del mismo modo nuestros fútiles intentos quizá puedan encontrar en alguna clave lo que necesitan para volverse exitosos.

Seguramente nos apoyamos en aquello que si bien es arbitrario no es algo que personalmente elegimos, algo bien concreto que nos excede, un conjunto de reglas que en comunidad nos comprometemos a observar, como un calendario.

La Tierra gira alrededor del Sol sin preguntarle nada a nadie y eso nos da la pauta de que lo que acontece es objetivo, lejos del alcance de nuestros antojos. El año en toda su ley termina y vuelve a comenzar. No es como si un día nos parásemos sobre una silla y exclamáramos “¡Yo declaro que ahora comienza una nueva etapa!”

El calendario, sin importar cuál sigamos, ubica a un montón de personas en la misma historia, y eso nunca es poca cosa. Del mismo modo que empezar el gimnasio tiene otro sabor si lo hacemos con alguien que nos acompañe, quizá prometernos mejorar nuestra vida de algún modo también se enriquece de saber que alguien más está en el mismo barco.

El comienzo de un nuevo año es la fiesta más celebrada del mundo y probablemente la única verdaderamente global. Incluso si las fechas no coinciden, ha sido universal desde el comienzo de la civilización. Es quizá nuestra más importante celebración porque parece resonar en nuestro interior más allá de la época o cultura. Lo que no siempre ha sido igual es cuándo termina y comienza cada año.

Como cuenta Arthur L. George en The Mythology of America’s Seasonal Holidays (2020), la historia del calendario oscila entre una preferencia por la Luna, por el Sol, o por ambos. La Luna es mucho más fácil de observar, pero sus ciclos no coinciden con las estaciones y eso lo vuelve inconveniente para plantar y cosechar. Los años solares son en este aspecto preferibles, pero también suponen una buena cuota de ingenio para resolver el asunto de que no poseen un número entero de días por lo que siempre hay que estar haciendo malabares con invenciones como el “año bisiesto”.

La historia del calendario gregoriano, aquel que se utiliza en la mayor parte del mundo, se puede rastrear primero a la adopción en Egipto de un calendario solar y luego a su incorporación en la antigua Roma, gracias a Julio César, durante la transición entre República e Imperio, lo que le valió que le pusieran su nombre al mes. Todo esto, sin embargo, no explica por qué el año comienza en enero.

Hay varias maneras de decidir cuándo comenzar un año, por ejemplo tomando como referencia el solsticio de invierno — entre el 21 y el 22 de diciembre en el hemisferio norte y entre el 20 y el 21 de junio, en el hemisferio sur — como hacían en China o en el imperio Inca. Este evento marca el lento retorno de los días más largos y las temperaturas más cálidas, pero no coincide necesariamente con las actividades humanas, en particular con aquellas vinculadas a la agricultura.

Es por esto que una opción mucho más popular fue la de adoptar un año que comenzara durante el equinoccio de marzo cuando todo empieza a brotar — como en Babilonia, la antigua Grecia y (originalmente) en la República Romana — , mientras que en la antigua Asiria, Israel y otras culturas semíticas el Año Nuevo se celebraba en septiembre luego de que llegara la cosecha.

En la antigua Roma solían haber solo diez meses porque durante los dos meses de invierno nada interesante sucedía, lo cual explica que los nombres de los meses de septiembre a diciembre remitan a los números 7 a 10. Fue recién en el año 153 a. e. c., aproximadamente, que se agregaron dos meses y se eligió 1 de iānuārius (“el mes de Jano”, de donde viene enero) como la fecha en la que celebrar el Año Nuevo.

Entre otras cosas esto coincidía con el regreso del calor y, según Ovidio, se festejaba el regreso del Sol Invictus comiendo y tomando en exceso, y haciendo mucho ruido. Pero como todo esto apestaba a paganismo, en el año 567 e. c. un concilio eclesiástico la abolió y la decretó en cambio como “Fiesta de la Circuncisión de Cristo”. ¡Santos prepucios, Batman!

Desde entonces y por casi mil años en el mundo cristiano el Año Nuevo o bien se festejaba el 25 de diciembre, el nacimiento de Jesús, o en marzo durante la Anunciación o las Pascuas. Fue con el papa Gregorio XIII, que en 1582 se propuso arreglar el lugar de las Pascuas en el calendario, que el comienzo del año volvió al 1 de enero. El mundo se puso al día relativamente rápido, salvo por Inglaterra que siguió festejando Año Nuevo en marzo hasta 1752, porque quién se cree que es el papa para decirles cuándo festejar lo que se les canta.

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Jano es aquel el mítico dios romano de dos caras opuestas que se corresponde con los comienzos, las puertas y los finales, entre otras cosas, y era quien daba la bienvenida al nuevo año. Como se desprende de su descripción, este es el dios de las transiciones y de quien depende qué tan bien nos vaya en el trayecto entre el pasado y el futuro. Ovidio es también quien nos cuenta que en el origen Jano era el caos hasta que adoptó su conocida forma, y en el proceso dio lugar a los elementos (aire, fuego, agua y tierra) que permiten separar y formar a todo lo que existe en el universo.

Este es un tema que se repite y se repite. No solo tiene ecos de la historia de χάος (Caos) según la Teogonía de Hesíodo, sino que parece en parte corresponderse con el poema Enūma Eliš de la antigua Babilonia, al menos mil años anterior, que al contar la historia de cómo fue creado el mundo a partir del desorden introdujo también en él a los dragones.

Que concibamos al Año Nuevo, aunque solo sea en términos seculares, como parte de una mitología de la creación no parece tan disparatado. Mucho tiempo después T. S. Eliot escribiría, durante la Segunda Guerra Mundial, que “las palabras del año pasado le pertenecen al lenguaje del año pasado, y para las palabras del año próximo espera una nueva voz. (…) Aquello que llamamos el principio suele ser el final, y terminar es comenzar. El final es desde donde comenzamos”.

Por supuesto que no en todo el mundo el comienzo del año coincide con el regreso de los días cálidos, pero no parece haber discusión en torno a la aceptación prácticamente mágica de que cada año es el cosmos mismo el que termina y comienza nuevamente. El caos de fin de año, ese que usamos como excusa durante diciembre, no está tan lejos de lo que podrían haber concebido en la antigua Babilonia o en la antigua Roma.

Con el cambio de año, especialmente durante el mes que lo anticipa, nos preparamos para la oportunidad de recuperarnos del desastre que hicimos. Incluso si no en todo el mundo hacen tanta alharaca al respecto como en los países anglosajones, parece haber algo bastante común en reflexionar acerca del año que pasó en pos de torcer, aunque solo sea mínimamente, nuestro destino para el año que comienza.

Rilke, en una de las cartas a su esposa fechada en el Año Nuevo de 1907, invita a “[tener] confianza en el largo año que se nos entrega, nuevo, intacto, lleno de cosas que nunca han sucedido y lleno de trabajo que nunca ha sido realizado”, mientras que Italo Calvino, varias décadas más tarde, reconoce que su capacidad para preocuparse llegó a tope y que su plan para el año que comienza no es otro que, sin perder contacto con la realidad, poder volcarse más a aquello que transcurre fuera del tiempo, como lo que le gustaría poder leer y escribir.

El Año Nuevo funciona como excusa porque se trata de un límite claro, como el comienzo de la semana o del mes, algo que nos hace más fácil ser optimistas. Es este optimismo el que suele llevarnos al fracaso en la forma de objetivos demasiado ambiciosos que no podremos alcanzar.

Para fines de 1661 Samuel Pepys se había propuesto “solemnemente” abstenerse del vino, no muy lejos de lo que se propuso Bridget Jones 350 años después. Ninguno de los dos lo logró. Junto a dejar de fumar, empezar una dieta y administrar mejor el dinero la mayoría de deseos de año nuevo se reducen a este patético conjunto.

No debería sorprendernos que estos objetivos fracasen (ni que la vasta mayoría de quienes comienzan el gimnasio en enero recién vuelven a visitarlo para cancelar su membresía). Es en el modo en que enmarcamos lo que queremos para nuestras vidas que recaen nuestras chances de alcanzarlo.

En vez de proponernos alejarnos de las pantallas podemos pensar en acercarnos a aquello que refleja mejor la persona que queremos ser (como leer más, salir a caminar o tener mejores conversaciones), y en vez de pensar en lo que no tenemos que comer podemos proponernos aprender nuevas recetas y qué nuevos sabores podemos descubrir. En vez de vivir por el fin de semana podemos buscar el modo en que nuestras vidas no nos aplasten. Un modo peculiar de lograr el éxito es salir a la búsqueda de muchos más fracasos.

Mejor aún, podemos explorar qué pasa cuando no miramos tanto hacia nuestro ombligo para sentirnos mejor. Dos propuestas, que nada tienen de misteriosas, son las de practicar la gratitud, reconociendo que nada en nuestras vidas es posible sin otras personas, y mejorar el modo en que nos disculpamos y exigimos disculpas.

No recuerdo la última vez que el mundo no fue demasiado abrumador y, sin embargo, todo siempre podría ser peor. Reconocer aquello que no está tan mal es también un modo de no dejarnos vencer por la desilusión de un presente que no es el que nos gustaría. Y si algo no queremos es que frente a las injusticias siga ganando la resignación.

“Lograr elevarme por encima de las pequeñas cosas” suena, en principio, como un buen objetivo. Tantas tonterías y nimiedades ocupan nuestra escasa capacidad mental que de repente los días parecen escapársenos sin remedio. Evitar regalar nuestra preciada atención a lo que no vale la pena en favor de lo que realmente importa es incluso una idea tan obvia que no amerita mucha discusión.

Pero esta idea de apariencia inofensiva también oculta el mundo que se nos escapa. La frase suele atribuirse al naturalista y ensayista estadounidense John Burroughs, pero encuentro buenos motivos para sospechar de esto. En primer lugar, esto de “elevarse sobre las pequeñas cosas” es una idea presente en cierta retórica misionera que pondera por encima de lo terrenal la contemplación de lo divino, una idea que contradice casi directamente a Burroughs.

En uno de sus textos, Burroughs comenta que “el naturalista puede contentarse con un día de pequeñas cosas. Si apenas puede leer una palabra de una sílaba en el libro de la naturaleza, lo aprovechará al máximo”. Luego, en su descripción del presidente Roosevelt, uno de sus amigos y con quien solía ir de campamento, completa esta descripción: “Podemos reconocer al verdadero observador, no por las grandes cosas que ve, sino por las cosas pequeñas; y luego no por las cosas que ve con esfuerzo y premeditación, sino por lo que alcanza a ver sin esfuerzo y sin premeditación — la acción rápida y espontánea de su mente en presencia de objetos naturales”.

Es este quizá un objetivo mucho más digno para el año que se nos ofrece, todos los años: “Las personas observadoras por naturaleza son tan raras como las poetas por naturaleza… pero aquellas que ven lo que otras personas no ven … son más bien raras”.

Ver en lo que sin esfuerzo se nos presenta, sin mucho más que el reconocimiento de que “cada día es el mejor día del año”, como decía Ralph Waldo Emerson, es donde se esconde la oportunidad de vivir una vida más plena. Por mucho que la felicidad parezca estar atorada al final de todos esos objetivos que a fin de año se nos impacientan, una vida feliz probablemente no sea otra que una que podemos orientar desde nuestra curiosidad, aquel domesticado ímpetu que tememos soltar para que no se desate el caos.

Un mejor propósito quizá sea lograr elevarnos a partir de aquellas pequeñas cosas que generalmente se nos escapan, aunque solo sea de vez en cuando.

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