Cómo funcionan las veredas
Desde el espacio las veredas no se ven.
Es solo cuando nos acercamos, acercamos y acercamos que de repente las manchitas de lo urbano se nos hacen evidentes, y si afinamos aún más la mirada un montón de líneas, de rayitas, círculos y figuras comienzan a dar cuenta de las formas en que se organizan nuestras vidas. La vereda es lo último que ve alguien que desde el último piso acaba de saltar.
Es cuando estas siluetas empiezan a mostrarse que se nos empiezan a revelar los modos en que debimos organizar nuestras vidas para convivir en endebles equilibrios entre la cercanía y la lejanía, aquel que hace a nuestras ciudades los espacios que habitamos.
Pero no son, en su vasta mayoría, las líneas de trazos más gruesos las que marcan nuestros ritmos sino aquellas que las acompañan a los lados, porque no es desde el cielo que observan nuestros ojos ni tampoco desde veloces cajas metálicas, organizadas en obedientes filas según lo que indican unas luces de colores.
Podemos evitarlas, arrojándonos a circular en bicicletas, coches y autobuses ante la primera oportunidad, pero es únicamente sobre las aceras que transcurre verdaderamente la ciudad, y es desde ellas que negociamos, a diario, el alcance de nuestro espacio personal.
Es fácil pasar por alto la importancia de las veredas. Es tentador considerarlas espacios intersticiales, entre la calle y los edificios, entre los lugares de los que venimos y hacia los que vamos, pero sin ser parte de uno ni otro lugar tienen su propio rol central en la vida de las ciudades.
Si renunciar a la vida ermitaña es aprender a convivir y negociar, no es en otros espacios públicos quizá más pintorescos, como parques, plazas y centros comerciales, que debemos hacerlo con mayor frecuencia.
En aquel magnífico libro de 1961, Jane Jacobs llamó a las aceras “los principales espacios públicos de la ciudad” y “sus órganos más vitales”, sitios de socialización y placer, de la que dependía la salud de un vecindario. Pero en el reconocimiento de su importancia mucho esfuerzo puso en preservar su complejidad frente a un orden, propio de la planificación modernista, que pretendía sustituirla por el orden.
La pregunta a la que nos invitan las veredas es la de para quién están hechas las ciudades.
Muchos son los criterios que podemos elegir para mapear mentalmente una ciudad. Mi preferido es el del ancho de las veredas. Aquellas que son angostas son las que mejor nos entrenan en el deporte de esquivar transeúntes sin el mínimo roce, algo que muchas veces se me hace insoportable. Como si de balas en cámara lenta se tratara, con la práctica aprendemos a predecir movimientos ajenos y ejecutar coregrafiadas contracciones musculares para orientar nuestro torso hacia un lado u otro, a veces incluso agachándonos, en pos de evitar la costilla de algún paraguas o el ala de algún sombrero exótico, con suficiente gracia para no perder velocidad.
Son estas veredas las que nos enseñan también a reconocer que por muy invisibles que nos podamos imaginar ser, no somos inmateriales. No importa si un cordón se nos desató o si algo llamó nuestra atención, detenerse en seco es siempre una pésima idea. En el delicado espacio de negociación que suponen las veredas nos toca evitar ser un obstáculo para quien probablemente considere que su paso es el más importante de todos.
Algo distinto es el universo que se dibuja cuando el ancho de la acera es tal que permite muchos ritmos y vidas distintas. Esta mayor superficie no solo puede aliviar, aunque solo ligeramente, nuestro ritmo cardíaco sino también la preocupación por el lugar que ocupamos en este recorte de la sociedad. Sobre las anchas veredas se trazan, de forma invisible, carriles y costumbres diversas. Son estas las que permiten que quien gusta de pasear pueda hacerlo sin despertar la ira de quien solo desea llegar un punto a otro.
Son las anchas veredas las que alojan mejor al probablemente más excelso dispositivo de socialización de los espacios de tránsito peatonal, los bancos. Una ciudad que carece de espacios en los que sentarse, para recobrar el aliento o perderlo en cotidianas conversaciones, poco puede esperar de quienes la habitan si no cuentan con espacios en los que por azar o fortuna encontrarse.
Moldeamos nuestras ciudades y estas luego nos moldean, podemos parafrasear. Son las veredas y sus bancos las oportunidades de encuentro, discusión y socialización que menor esfuerzo suponen para su uso. Una ciudad que acomoda distintos ritmos, distintos objetivos y distintos recorridos es una que puede acomodar, sin importar cuanto conflicto resulte de sus cruces, una sociedad más rica.
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Las veredas son el espacio en el que los peatones caminan, el terreno en el que comerciantes colocan sus letreros, estantes, mesas y sillas, donde deambula algún flanêur y donde busca refugio alguien que no cuenta con una mejor alternativa, donde las rayuelas encuentran su hábitat natural y donde una democracia, en el mejor de los casos, debería mostrar sus virtudes.
Es por esto último que quizá entre los contenidos de las clases de “formación ética y ciudadana” — un nombre fascinante si los hay — tenga que incluirse un apartado dedicado a la etiqueta propia de “cómo comportarse en la vereda”.
Entre estas reglas, se me ocurre, podríamos incluir la sugerencia de mirar solo ocasionalmente nuestro teléfono mientras caminamos, y de presentarse la necesidad de detenerse hacerlo recién al corroborar que no provocaremos un choque con la persona que viene detrás. Tal vez también pueda incorporarse alguna sugerencia tímida a saludar, quizá simplemente con un gesto en el ala del sombrero, a la persona con quien crucemos miradas. Por supuesto, esto también implicaría recomendar desde temprana edad el uso más amplio de los sombreros, una práctica algo abandonada.
De ser posible también podría agregarse la sugerencia de saludar a todos los perritos que por allí andan paseando, así como la de piropear a las plantas que desde balcones y ventanas se asoman sobre las veredas. En cuanto a los villanos que salen a regar el asfalto, como si eso tuviera algún sentido, enseñaríamos a echar miradas fulminantes, capaces de hacer reconsiderar esa decisión con el poder de mil toneladas de agua potable malgastadas en tan estúpida práctica urbana.
Para quien luego de interiorizarse en el arte de caminar por la vereda quisiera profesionalizarse y dedicarse a ello cuando sea grande, se podrían sugerir algunos pasos propios de un baile bajo la lluvia, para que tan sofisticado andar nunca pierda gracia.
Esta preocupación por el correcto andar sobre la vereda no es en absoluto novedosa. En una carta de septiembre de 1887, publicada en el Washington Post, un ciudadano simplemente identificado como “peatón” se quejaba de la falta de modales y cortesía entre sus contemporáneos. Señalando que era una práctica bien difundida en el mundo civilizado, este ciudadano rogaba que las personas mantuvieran su derecha al circular en pos de evitar innecesarios encontronazos: “La generosa anchura de nuestras aceras no ofrece ningún tipo de excusa para ignorar una cuestión de urbanidad personal”. Amén.
Eran años complicados en la historia de las veredas. La mayor circulación de carruajes, caballos, tranvías y, finalmente, automóviles fue progresivamente volviéndolas más angostas: “Los peatones ahora, como antes, deben enfrentar una carrera de obstáculos esquivando rampas, plataformas y esquivar cajas en movimiento, o bien correr el riesgo de ser aplastados bajo los cascos de los caballos en la calle”, explicaba un editorial del New York Times en 1896, parte de su “cruzada contra los acaparadores de aceras”.
En un infame episodio en aquella Nueva York, un hombre borracho encima de un caballo que se subió a la vereda e ignoró los gritos de alerta fue disparado por la espalda. Nada más refrescante que el reconocimiento de que cien años pasaron y las cosas siguen más o menos igual, aunque hoy las amenazas también toman la forma de letales monopatines eléctricos.
No solo entre peatones es que las veredas suponen un espacio de conflicto, sino que también suelen ser el escenario donde las restricciones de la vida urbana buscan imponerse sobre una naturaleza a la que poco podría importarle qué tan rectas deban ser ciertas líneas o cuál es la topología que alguien tuvo en mente al acomodar una colección de baldosas.
Al respecto, aunque la relación solo sea tangencial, un tema recurrente propio de las conversaciones urbanas de Buenos Aires en los últimos años que viví allí era el misterio que despertaba la aparente vendetta personal de su jefe de gobierno contra las veredas.
Qué demonios le habrán hecho las veredas a este tipo para que por momentos todos sus esfuerzos de planificación urbana parecieran dedicados a levantarlas, una por una, dejando a su paso un reguero de escombros y partes de la ciudad aparentando un conflicto bélico.
Aunque había buenas explicaciones, de todas las incógnitas que supone la vida en una gran ciudad, el enigma de las veredas se presentaba inofensivo e inagotable. Una de estas explicaciones, plausible pero no tan entretenida, era que la destrucción de las aceras por los años y los árboles ameritaba su reemplazo por otras a prueba de cualquier inclemencia.
Conviene señalar, sin embargo, que los árboles, enemigos jurados de las aceras, no sirven únicamente para aumentar el valor del metro cuadrado, o para aliviar el calor en veranos cada vez más asfixiantes, sino que también contrarrestan algo del gris que suponen nuestras vidas urbanas. Obedientemente alineados a los lados de la calle, sin embargo, difícilmente logran contener sus raíces en los caprichosos reductos que les dejan hasta que con toda su potencia muestran que “la vida se abre camino” también imponiéndose sobre aquellos senderos que nuestros diseños urbanos sugieren.
Este conflicto, lamentablemente, suele resolverse en su contra: la solución más sencilla es la de privarnos de ese verde y migrar los árboles hacia los patios de las propiedades, donde sus raíces deberían poder crecer mejor. Una solución mucho más interesante tal vez sea la de pensar si nuestras veredas, cuya historia no supera algunos miles de años, no podrían ser un poco más amables con aquellos que devuelven algo de color, y vida, a nuestras agotadas rutinas.
Los árboles no solo rompen el asfalto, y cada tanto algún auto que debajo de su sombra encontró un triste destino, sino que entre sus ramas alojan aves y otros animales que suman a la diversidad de lo que podemos encontrar desde nuestras ventanas. Imposible es escuchar el canto de algún pajarito si nada de verde hay a la redonda. Quizá por eso hay una relación inversa entre el número de árboles y la cantidad de antidepresivos que se recetan.
No fue otro que Luke Howard, el hombre que le puso sus nombres a las nubes, quien en 1818 describió por primera vez el fenómeno de las islas de calor urbano, es decir, la elevación localizada de la temperatura en entornos urbanos respecto al área rural circundante. Hace doscientos años, y con mucho menos asfalto que ahora, el efecto ya era observable. En la actualidad la temperatura que alcanzan las aceras es capaz de producir quemaduras de tercer grado.
Los árboles rompen las aceras, es cierto, pero quizá debamos dejar que lo hagan y encontrar un modo en que podamos caminar y también dejar al planeta respirar.
Nuestras vidas van demasiado rápido. Es por eso que también parecemos haber olvidado que sobre las veredas se despliegan en un uso mucho más interesante las rayuelas, que si respetamos hasta sus últimas consecuencias, se supone, deberían dejarnos en las puertas del Cielo.
Si son precisamente los usos de los espacios los que configuran su naturaleza pública, quizá olvidar la posible naturaleza lúdica de la ciudad nos haya volcado a tener ciudades cada vez más aburridas y tristes. Reducir las veredas a meros espacios de tránsito parecería quitarle espesor a la inmensidad de las posibilidades de su uso. Las veredas también son para quedarse allí y mirar a quienes siguen su paso.
A veces las veredas se viven como una derrota, como si solo fueran aquellos escuálidos espacios que las calles, que pertenecen a los coches y autobuses, nos dejaron a quienes tenemos la mala fortuna de movernos por nuestros propios medios.
Es imposible imaginar que una concepción de los espacios públicos que prioriza el transporte motorizado por sobre cualquier otra opción pueda al mismo tiempo presentarse amable con la principal forma de locomoción humana, aquella que no requiere de un boleto ni combustible a base de algas y otros organismos que vivieron hace varios cientos de millones años.
Pero las veredas no son un mero resabio de las calles a las que acompañan.
Las veredas, espacios que separan y protegen a los peatones de los vehículos, surgieron hace casi cuatro mil años en la antigua Anatolia central, en la actual Turquía. Estas también se encontraban en la antigua Corinto, en Grecia, y en Roma, aunque allí fueron abandonadas y en la Edad Media prácticamente no existían. Era por eso que durante muchísimo tiempo peatones y carruajes debían transitar por los mismos espacios, probablemente en un insoportable caos de gritos y pisotones.
Reaparecieron en Europa recién en el siglo XVII luego del gran incendio de Londres y se volvieron progresivamente más frecuentes a medida que las otras ciudades se fueron modernizando. Su forma no era como la que hoy acostumbramos, con una ligera elevación sobre la calle, sino que solían estar separadas por postes que físicamente impedían subirse a la vereda.
Algo similar es lo que ocurrió en la ciudad de Buenos Aires, donde los vecinos hartos de que las ruedas de las carretas arruinaran sus fachadas comenzaron a poner postes a poco menos de un metro de sus paredes. Estos senderos luego fueron emparejados y rellanados para hacer más fácil el paso los días de lluvia. En 1627 se ordenó la colocación de empedrado y la delimitación de las esquinas. Casi trescientos años después, una brutal guerra se les declaró.
Fueron estas veredas, ahora repartidas por el mundo, la inspiración de los bulevares, ahora emplazados para facilitar los paseos urbanos, y el origen de las ciudades como la más noble de las competencias para los espacios rurales, ahora considerados menos civilizados y, en consecuencia, faltos de cualquier sofisticación.
Es por esto que las veredas son testimonio de la generosidad. No son los coches los que dejaron una pasarela a los costados de las calles para que pudiéramos caminar sino que fue la generosidad peatonal la que eventualmente cedió parte de su superficie de circulación para que esos armatostes ruidosos y violentos, empujados por abusados animales, pudieran seguir su camino sin tener que acomodarse al paso de las personas.
Es sobre las veredas que verdaderamente transcurren nuestras vidas urbanas. Es sobre ellas que podemos aprender el arte de perdernos, de encontrarnos, de pedir direcciones — a veces en idiomas que no dominamos — , de dejarnos llevar por el caos creativo de brújulas que encontramos en cualquier lugar menos en nuestras pantallas.
Puede que la mayoría de cosas que vivimos en la vereda no sean más que trivialidades propias de la vida en la ciudad, pero como bien supo insistir Jane Jacobs, nada de trivial tiene la suma de todo lo que sobre ellas vivimos.
Cómo funcionan las cosas es un proyecto sostenido por las personas que leen. Si lo que hago de algún modo amplió o enriqueció tu vida, podés considerar apoyarme sumándote al Club de la curiosidad.
Lo que leíste es solo la mitad del correo enviado el 25 de agosto de 2024.
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