Cómo funciona el silencio

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
8 min readJun 14, 2023

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Ya no existe el silencio en este mundo.

No solo porque abundan helicópteros, vecinos, bocinas y motocicletas, sino porque parece ser que la mera existencia supone un quiebre con cierto silencio primigenio. Tan aferrada tenemos esa idea que incluso aquel célebre bestseller muchas veces disponible en cajones de habitaciones de hotel describe el momento en que Dios, tal vez aburrido del silencio y su monotonía, creó al universo con su palabra, probablemente despertando críticas en el consorcio de parte de quienes solo querían dormir.

Nuestra mera vitalidad parece inundarlo todo y condenar al silencio al exilio. Caminamos, cantamos, reímos, conversamos, gritamos y tarareamos. Vivir es hacer ruido, y quizá nada nos resulta más vivo que el sonido de un parque con alborotadas y agudas risas.

Es el silencio el que muchas veces nos apabulla. Lo definimos como una ausencia, casi como un algo que no es más que una nada y que, sin embargo, nos sirve, también, para honrar la memoria de quien ya no está. Puede que el silencio sea más que una nada, pero rara vez le reconocemos su presencia.

Quizá un poco le tememos al silencio, al de estar a solas con nuestros pensamientos o al de no tener algo interesante para decir, aunque mucho más aterrador es el de una respiración que se detiene en medio de la noche. Sabemos, también, que cuando la película se silencia lo peor está por llegar y que en el silencio del espacio nadie puede escucharte gritar. Es el silencio del aislamiento la pena que pagamos cuando traicionamos a la sociedad.

Minutos que parecen eternos dedicamos a pensar en cómo finalmente “romper el hielo”, porque el silencio es algo que debemos poder quebrar para vivir en una conversación y, quizá, hacer nuevos amigos. Y es el silencio, impenetrable y odiosamente incomprensible, el que marca el probable e irremediable final de una amistad cuando sospechamos que nos han sometido al abusivo “tratamiento del silencio”, aquel que clausura cualquier derecho a réplica y reduce a cenizas un vínculo sin siquiera el crepitar del fuego en el que se consumió.

Desconfiamos de quien persigue el silencio, y no dudamos en atribuirle fama de egoísta, narcisista o simplemente aguafiestas, un hinchapelotas que no permite al resto disfrutar del barullo de la vida.

El silencio nos incomoda. Tenemos derecho a guardar silencio y todo lo que digamos podrá ser usado en nuestra contra. Quizá por eso mejor no abrir la boca y disipar cualquier duda acerca de quienes somos. Desconfiamos del silencio de la iglesia cuando no denuncia sus abusos, y de quien decide callar en vez de permitir que se haga justicia.

El silencio es, también, una poderosa expresión de poder — o de su carencia. En su libro Spaces Speak, Are You Listening? (2006), Barry Blesser y Linda-Ruth Salter señalan que “maestros, jueces, sacerdotes y tiranos tienen el poder de silenciar a otros. Estar en silencio frente a la autoridad puede mostrar deferencia o desafío. La relación asimétrica entre quienes dan órdenes y quienes deben obedecer siempre queda demostrada por quién controla el acceso al paisaje sonoro”. Como diría Susan Sontag, “el silencio se mantiene, inescapablemente, como una forma del habla”.

Prendemos la radio, la televisión o nos metemos en un café para que ni por un momento la sombra de nuestra solitaria existencia nos arruine el picnic. Ponemos el sonido de la lluvia, de un televisor sin señal, o de un arroyo para volvernos sobre aquello que debemos atender.

Y, sin embargo, cuesta imaginar cómo podríamos verdaderamente ser sin silencio. Es quizá por eso que a veces se nos vuelve tan abrumador: toda verdadera libertad lo es. Para toda la mala fama que nuestro imaginario le reserva al silencio, cuesta imaginar paz y tranquilidad sin la bendición de poder elegir lo que llega a nuestros oídos.

Nuestros paisajes mentales no solo se despliegan atiborrados de sonidos que no podemos elegir — esos ruidos que no nos dejan en paz — sino también de todo tipo de información a la que no podemos escapar. Incluso si pudiéramos bloquear todo a nuestro alrededor, quedarían los mensajes y anuncios que nos doblegan sin remedio. El silencio, en un sentido más amplio, no es sino un reclamo sobre nuestra atención.

No por nada el silencio parece ser un lujo cada vez más escaso. Quien puede costearlo vive más lejos, o más alto, para disipar el murmullo de lo cotidiano. Los aeropuertos ofrecen costosas salas a las que el ruido de las vidas en tránsito no puede penetrar. Los barrios privados ofrecen aquel privilegio en extinción que las ciudades ya no pueden ofrecer: la tranquilidad de no tener que escuchar lo que no se quiere escuchar.

En un brevísimo pero punzante ensayo acerca del ruido de mediados de siglo XIX, Arthur Schopenhauer decía: “Es cierto que hay personas, muchas de ellas, que sonríen ante algunas cosas porque son insensibles al ruido; son precisamente estas personas las que son también insensibles a los argumentos, al pensamiento, a la poesía o el arte, a la palabra, o a cualquier influencia intelectual”. Y más adelante agrega: “El ruido es una tortura para las personas intelectuales”.

Aunque no hace falta ir tan lejos, el modo en que compara el esfuerzo que supone el ruido para poder pensar con “caminar como si tuviera pesas en los pies” es uno con el que no cuesta empatizar. Si el silencio nos permite enfocarnos, “el ruido corta el pensamiento como el verdugo corta la cabeza”, de lo que concluye que “donde no hay nada que cortar, el ruido deja de ser tan particularmente doloroso”.

Una segunda lectura de aquel ensayo nos permite reconocer que no solo aplica al ruido como fenómeno auditivo sino también a las distracciones. Su defensa remite en última instancia al poder hacer una sola cosa a la vez, sin que aquella tarea se vea “cortada” por las interrupciones.

Los ruidos nos descolocan, nos arrastran como marionetas, por un buen motivo: entre los mamíferos el oído se desarrolló como un sistema de alertas para evitar a los depredadores. Como explica George Prochnik, “el oído evolucionado es un extraordinario amplificador. En el momento en que el cerebro registra un sonido, nuestro mecanismo auditivo ha aumentado el volumen varios cientos de veces desde el nivel en el que la onda de sonido comenzó a recorrer las vueltas de nuestros oídos. Es por esto que, en una habitación razonablemente silenciosa, podemos escuchar la caída de un alfiler”.

En detrimento de su sensatez, Schopenhauer eventualmente revela el sesgo clasista de su diatriba. Son las “clases inferiores” las que hacen ruido mientras las elevadas mentes de la alta sociedad tratan de pensar sus pensamientos tan importantes y sofisticados: “Mientras que las muchedumbres hacen ruido, las clases por encima de ellas trabajan con sus cabezas, porque cualquier tipo de trabajo intelectual es mortal para el hombre en la calle”. Ay, sori, tan refinado él.

El sentimiento, por supuesto, no es reciente. En una de sus cartas a Lucilio, probablemente escrita en Nápoles entre el año 62 y 65 e. c., Séneca explora la relación entre el espacio, el ruido y el pensamiento, quejándose del ruido que hacen en la calle bajo su ventana. Reflexiona que si realmente estamos en control de nuestra conciencia y emociones podríamos soportar cualquier sonido. Después de todo, reconoce, la diferencia entre ruido y sonido está en la disposición mental de quien escucha. La carta concluye, sin embargo, con la confesión de que prefiere irse y dejar de torturarse con tanto alboroto.

Aquel año en que el planeta se detuvo fue terrible, casi sin excepción, para todo el mundo. Pero ahora que la cercanía de la muerte parece fosilizarse en el recuerdo, y las ciudades recuperan su bullicio, aflora una peculiar nostalgia por aquel silencio. Hubo un momento en el que los aviones no pasaban y las bocinas no sonaban. Aún nos estremece lo que aquella quietud anunciaba, pero poder escuchar el silencio, aunque solo fuera por un recuerdo irrepetible, supo tener su encanto.

Incluso si no son sinónimos, asociamos al silencio con la quietud, con el cese momentáneo de todo movimiento. Quizá por eso, en la era del ajetreo, la escasez de silencio sea una de las grandes crisis de nuestra era. Si bien se multiplican los reclamos por espacios verdes rara vez oímos hablar acerca de la preservación de los espacios silenciosos, y eso que la evidencia está del lado de Schopenhauer: necesitamos del silencio para funcionar.

Pero el verdadero silencio parece resultarnos impropio, algo tan ajeno en nuestras vidas que incluso encontrarlo es una hazaña artificial. En una presentación en Chicago en 1957 acerca de la música experimental, el compositor y silenciólogo John Cage describe su experiencia con una cámara anecoica, una habitación sin ecos: “Entré en una en la Universidad de Harvard hace varios años y escuché dos sonidos, uno alto y otro bajo. Cuando se los describí al ingeniero a cargo, me informó que el alto era mi sistema nervioso en funcionamiento, el bajo la circulación de mi sangre. Hasta que muera habrán sonidos. Y continuarán después de mi muerte. No hay que temer por el futuro de la música”.

Aunque su anécdota suena bien, lo más probable es que no haya sido su sistema nervioso lo que escuchó sino que posiblemente Cage tuviera cierto grado de tinnitus. Su conclusión, de todos modos, se sostiene: el verdadero silencio no existe, y es esto lo que inspiró a 4’33”, su obra más famosa. Tal vez en todo pueda haber música si nos detenemos a escuchar.

Es que el silencio también es algo que se hace y el universo se nos abre cuando le hacemos lugar, cuando — aunque solo sea por un ratito — nos aquietamos. Este silencio, lejos de ser inerte, es una forma de quietud que se caracteriza por la ausencia de lo que los griegos llamaban ruido o βοή (voe). Pero en esta avoesis el silencio se vuelve una plena presencia, una invitación a prestar atención.

Muchas veces el silencio se nos presenta como una hoja en blanco, como el agua justo antes del primer chapuzón del verano, como el instante previo a quitarle lo fosilizado a nuestro cuerpo cuando bailamos, como el sendero que se abre paso en la oscuridad del bosque, o como el blanco del invierno cuando la nieve lo cubre todo. El silencio es la invitación a la que siempre podemos volver para comenzar nuevamente.

Nuestra vida, tal como la conocemos, solo es posible en torno a una estrella en una frágil zona de habitabilidad en la que el agua no se evapora ni se congela. Quizá, del mismo modo, la vida tal como la conocemos solo sea posible en una zona en la que el silencio no se vuelve atronador pero tampoco desaparece por completo.

La vida, como la música, quizá solo sea posible cuando el silencio va y viene.

Silence in forest” by Kim Becker (CC BY-NC-ND 4.0)

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