Cómo funciona Plutón

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
13 min readMar 2, 2022

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Siete es un gran número.

Si le pedimos a alguien que elija un número, cualquier número, lo más probable es que elija el siete. Además, es muy probable que le asigne algo de suerte.

Siete son los colores del arcoíris que Newton supo destejer, siete son los continentes, y siete son los mares en los que navegaban los piratas. Siete eran las maravillas del mundo antiguo y siete eran los enanos de aquel controversial cuento. Y siete, durante muchísimo tiempo, fueron los planetas: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno.

“Planeta” viene del griego antiguo ἀστέρες πλανῆται (asteres planetai) o “estrellas errantes”. Lo que en la Antigua Grecia mirando al cielo descubrieron era que allí solo siete objetos se movían aparentemente sin un lugar fijo contra el cielo de fondo. Inspirándose en dioses extraídos de la mitología romana y nórdica, de ellos se derivaron los nombres para los siete días de la semana.

Fue Copérnico quien quizá, entre otras cosas, en 1543 abrió insospechadamente el debate acerca de qué hacía a un planeta. No solo puso al Sol en el centro como una estrella, sino que la Luna pasó a ser un satélite y la Tierra se unió al resto de la familia planetaria. Ahora seis eran los planetas, hasta que durante un período especialmente activo entre los siglos XVIII y XIX la familia creció y creció hasta contar con 23 integrantes.

Hasta que en 1781 Sir William Herschel descubrió Urano casi por accidente, nadie había descubierto un nuevo planeta. Tal era su propio rechazo que el artículo de su descubrimiento aludía al avistamiento de un cometa, uno tan peculiar que no guardaba ninguna similitud con ningún otro. No es que nadie lo hubiera visto (un astrónomo francés no lo vio al menos seis veces) sino que nadie pudo o quiso dar cuenta de lo que observaba.

El problema estaba en ordenar el sistema solar. Resulta que luego del descubrimiento de un planeta, su trayectoria alrededor del Sol, junto a la de sus secuaces planetarios, debe adecuarse considerando el modo en que la gravedad de cada uno de ellos afecta al resto. Y como por aquel entonces las leyes de Newton no daban más que alegrías, ponerlas en duda no era una opción. En cambio, existía la posibilidad de que hubiera otro vagabundo haciendo de las suyas por el sistema solar.

Luego de muchas idas y vueltas, cálculos y correcciones, gracias a las ideas del matemático Pierre-Simon de Laplace, se predijo con cierta confianza que alguien más faltaba en el retrato familiar. En 1846, esperablemente, Neptuno se sumó. Pero si bien ayudaba en la explicación de la órbita de Urano, no alcanzaba.

Luego de estos hallazgos, encontrar un planeta no parecía algo imposible sino el resultado de suficiente dedicación y atención a los detalles. No solo el entusiasmo se renovaba con cada hallazgo, sino que la aparición de instrumentos cada vez más sofisticados devolvía algo de esperanza a más de una persona que mirara al cielo.

Durante la primera mitad del siglo XIX quince planetas se sumaron al conteo, entre ellos Neptuno. Si memorizar los planetas alguna vez nos fuera difícil, 23 seguramente fueran una pesadilla. Eventualmente la familia se achicó a ocho y al resto se lo categorizó como asteroides (del griego ἀστηρ, aster, estrella, y ειδής, eidos, apariencia), aunque nadie parece haberse quejado. Pero esta no es su historia.

A principio del siglo XX, “planeta” ya no significaba simplemente algo que se movía alrededor del sol y vagaba por el cielo. “Los asteroides vagaban, pero lo hacían en grupo; eran los cardúmenes de pececitos que nadaban entre las ballenas. Los planetas eran las ballenas del sistema solar”, explica el astrónomo Mike Brown en How I Killed Pluto and Why It Had It Coming (2010). Ocho eran los planetas, pero las cuentas aún no terminaban de cerrar.

Aquella era la época en que la ciencia ficción acompasaba los avances de la ciencia, y con una marcada necesidad por creer, las imágenes cada vez más claras de Marte animaban a una ruidosa minoría a señalar que podían observar canales, en realidad meras ilusiones ópticas, suficientes para inspirar ideas de civilizaciones inteligentes en decadencia, desesperadas por sobrevivir.

No se trataba de ideas que primaran en la comunidad científica, pero eso no le impidió al empresario estadounidense Percival Lowell hacerse de una mala reputación al defender controversiales ideas acerca de la vida en Marte en tres libros, algunos de los cuales inspiraron historias como The War of the Worlds (1897) que un joven H. G. Wells había concebido siguiendo de cerca las novedades astronómicas.

La astronomía para Lowell, sin embargo, no era un mero pasatiempo. Luego de encargar la instalación de un enorme observatorio en Flagstaff, Arizona, se dedicó a mapear la superficie de Venus, algo que hoy sabemos que es imposible dada su atmósfera opaca, hasta que una nueva obsesión se llevó la última década de su vida.

Aquella incógnita en los cálculos de trayectorias planetarias suponía, para Lowell, la existencia de un elusivo “Planeta X”. Sin saberlo, un año antes de su muerte logró capturarlo en dos imágenes, pero no lo supo reconocer. La búsqueda en su observatorio se detuvo durante poco más de diez años a raíz de una disputa legal de parte de su viuda, Constance, quien sintió que la decisión de dejar la mayor parte de su fortuna al observatorio y la búsqueda de su planeta había sido injusta. Finalmente, el observatorio quedó prácticamente sin fondos y a cargo de Roger Putnam, su sobrino.

Mientras tanto, en Kansas, una brutal tormenta había arrasado con la cosecha de la familia Tombaugh, y con ella los sueños de un joven Clyde de estudiar en la universidad. Sin recursos pero abundante motivación, Clyde aprendió por su cuenta trigonometría y comenzó a fabricar sus propios telescopios. En un rapto de confianza, envió sus dibujos de Marte y Júpiter al Observatorio Lowell, que impaciente por retomar la búsqueda del Planeta X lo contrató inmediatamente.

“Todo era bastante desconcertante, todos eran extraños, estaba a mil millas de casa y no tenía suficiente dinero para comprar un boleto de regreso”, escribió Clyde sobre su primer día en el nuevo trabajo. Su tarea no era otra que la búsqueda de aquel sospechado objeto trans-neptuniano. Si bien un nuevo telescopio había sido instalado, la técnica era más o menos la misma que en décadas anteriores.

Cuando se busca un planeta, nadie quiere —o puede— estudiar minuciosamente distintas imágenes del cielo, con sus incontables millones de puntos, y mantener la esperanza de encontrar una diferencia entre una foto y la siguiente. Es por ello que se usaba un instrumento llamado “microscopio de parpadeo”: se ubican dos imágenes de la misma región del cielo, tomadas en distintos momentos, y luego se las observa en rápida sucesión. Nuestro pobre cerebro de este modo puede identificar el movimiento de un punto, si lo hubiera.

No le tomó ni un año encontrar un difuso objeto que se había movido entre dos imágenes tomadas con una semana de diferencia y, finalmente, el 18 de febrero de 1930 el planeta de Lowell había sido descubierto. Luego de que lo confirmara el Observatorio de Harvard, las noticias dieron la vuelta al mundo. El Planeta X era el noveno planeta del sistema solar y su anuncio hubiera coincidido con el cumpleaños número 75 de Lowell.

Al día siguiente, del otro lado del Atlántico, el anuncio fue parte del desayuno que Venetia Burney, de 11 años, disfrutaba con su abuelo. Se había inaugurado el debate por el nombre que tendría el nuevo integrante de nuestro sistema planetario. “¿Por qué no Plutón?”, propuso Venetia, que solía pasar sus ratos estudiando mitología clásica. Un mensaje por telegrama más tarde, el nombre ganaría entre los otros candidatos: Artemisa, Atlas, Constance, Lowell, Minerva, Zeus, y Zymal.

Plutón, hijo de Saturno y hermano de Neptuno y Júpiter en la mitología romana, es el dios del inframundo, análogo a Hades en la mitología griega aunque un poquito más bueno. El nombre calzaba perfectamente con aquel distante objeto perdido entre las sombras de los bordes del sistema solar, aunque Venetia confiesa que lo propuso porque los nombres principales ya habían sido tomados. Eso sí: Pluto, el perro de Mickey introducido aquel año también, apareció después. Sumando a la coincidencia, las primeras letras de Plutón coincidían con las iniciales de Lowell.

Difícilmente el nombre pudiera haber sido sugerido por alguien en Estados Unidos: “Pluto” estaba indeleblemente relacionado con un famoso laxante. Esto no impidió que al cabo de una década el descubrimiento de Plutón se volviera parte del imaginario estadounidense: se trataba del mérito de un joven granjero autodidacta de Kansas, que había realizado su hazaña en las montañas de Arizona, con el financiamiento de una familia rica de Boston

Sumar un planeta al juego no es poca cosa. De la noche a la mañana, prácticamente, dos edificios recién inaugurados pasaron a estar desactualizados. El planetario Adler, en Chicago, el más antiguo del mundo aún en pie e inaugurado dos meses después del hallazgo, contaba con una entrada adornada con los ocho planetas, mientras que frente a la Catedral de San Patricio, en la ciudad de Nueva York, una estatua de Atlas erigida unos años después lo muestra sosteniendo un cielo en el que Plutón está ausente.

En cuanto a las matemáticas, los problemas aún persistían. En un primer momento el volumen y masa de Plutón fue estimado como el de Neptuno, 18 veces el de la Tierra. Pero el telescopio no opinaba lo mismo, y las estimaciones eran cada vez más humildes. Eventualmente, en 1978, al oscuro y solitario Plutón se le descubrió una especialmente enorme luna, Caronte, y una sencilla aplicación de cálculos gravitacionales redujo su masa a apenas un uno por ciento de la que posee la Tierra. Quizá el Planeta X anduviera por ahí, esperando ansioso su momento.

No fue hasta que las misiones Voyager salieron de paseo, con el mixtape más famoso de la historia a bordo, que las travesuras orbitales de Urano y Neptuno desaparecieron por completo. Fue recién cuando pudimos medir con mayor precisión la masa de los planetas vecinos que la necesidad de un Planeta X perdido en el espacio desapareció de una vez por todas. Fueron estas sondas, también, las que hicieron insoportablemente evidente que las lunas desperdigadas por el sistema solar eran tan interesantes como sus planetas, algunas incluso más grandes que Plutón: nuestra Luna; Io, Ganímedes, Calisto y Europa, de Júpiter; Titán de Saturno y Tritón de Neptuno.

Sin embargo, nuestro pequeño Plutón siempre tuvo lo suyo. Gira alrededor del sol en una órbita alargada, y no circular, y mientras los planetas giran sobre un plano, la órbita de Plutón está inclinada 20 grados respecto del resto. Incluso durante 20 de los 249 años terrestres que dura su ciclo alrededor del Sol se le acerca más que Neptuno.

Es tan pequeño, pero luminoso, que estuvo la tentación de llamarlo cometa (del latín para coma o pelo), sosteniendo —y luego rechazando— la hipótesis de que si estuviera más cerca del sol tendría su característica estela. Plutón se ve como una estrella que a diferencia del resto, noche tras noche se niega a quedarse en el mismo lugar.

Plutón se ve y se comporta como ningún otro planeta, pero no había otra forma de clasificarlo. Y durante casi setenta años “planeta” era, aunque imperfecta, nuestra mejor definición. Cabe preguntarnos qué demonios es un planeta.

Claro que todo el mundo sabe qué es un planeta. La Tierra es un planeta, el único que hasta ahora tenemos. Marte es un planeta, y lo mismo pasa con Mercurio, Venus, Júpiter, Saturno, Neptuno y, podemos discutir, Plutón.

Definir una cosa señalando sus ejemplos es lo que llamamos una definición ostensiva, y es lo que muchas veces nos saca de aprietos lingüísticos. Nos permite señalar lo que precisamos a alguien que no habla nuestro mismo idioma, o bien nos permite entender de qué hablamos cuando se trata de algo especialmente resbaladizo (como esa sensación que escapa a las palabras que sentimos cuando extrañamos un lugar que no existe), o conocer la palabra que acompaña a un color.

No es así como se definieron los planetas, incluso si pudiéramos imaginar a alguien señalando al cielo en un primer momento. Las limitaciones de una definición tal son evidentes, pero particularmente acuciantes en el caso de la ciencia. Una definición intensional, por el contrario, nos permite definir por las características que debe cumplir aquello que definimos, y una definición extensional listando exhaustivamente sus ejemplos.

Ante un conjunto cerrado la discusión estaría terminada, pero como había sucedido 150 años antes con los asteroides que fueron planetas y luego ya no, nos pasamos una buena parte del último siglo recorriendo el cielo procurando conocer todos sus secretos, ahora con obedientes mensajeros estelares dispuestos a reportarnos sus hallazgos.

Hasta hace muy pero muy poco no sabíamos mucho de Plutón. El pequeño planeta con una gran luna, allí donde la luz del sol tarda cuatro horas y media en llegar, siempre nos cautivó con su misterio. Nueve eran los planetas y no teníamos problema con eso. Hasta que apareció uno más.

Como siempre, luego de haber encontrado a Plutón la posibilidad de encontrar algún otro se mantuvo latente. Tan lejos del Sol, se hipotetizó que podría haber un cinturón de cuerpos alrededor del sistema solar, tan pequeños que nunca llegaron a formar un planeta. Fue recién en 1992 que los primeros objetos en la órbita propuesta fueron encontrados y resultó que Plutón muy pronto se metería en problemas por no haber barrido la vereda.

A medida que aprendíamos más de Plutón y sus vecinos, se hacía evidente que para enseñar sobre él había que hacer muchas aclaraciones que lo distinguían. Claro que la plutomanía llevó a señalar que los planetas tienen lunas y Plutón también, dejando de lado que no es el caso de Venus y Mercurio, hasta que apareció un asteroide con su propia luna y hubo que volver a empezar.

Mercurio, Venus, la Tierra y Marte se volvieron planetas terrestres, mientras que Júpiter y Saturno fueron bautizados gigantes gaseosos, y Urano y Neptuno, gigantes helados. Plutón, en cambio, formaba una categoría de uno. La oportunidad se presentaba para encontrar una nueva categoría en la que incluirlo como su mayor ejemplo, pero la resistencia no era menor.

Un temor era que al quitarle el nombre de planeta el interés —y los fondos— para visitarlo disminuyera. Plutón hasta hace unos pocos años era el único planeta que no habíamos podido mirar de cerca.

Cuando en 2005 se descubrió Eris, un planeta incluso más allá del cinturón de Kuiper en el que reside Plutón, la discusión pasó a ser si se trataba de un décimo planeta o si, junto a Plutón, se trataba de algo más. Ser o no ser un planeta, esa es la cuestión.

“Despejar el vecindario” es una expresión técnica que alude a que un planeta sea sustancialmente más masivo que los objetos en su órbita. La Tierra, excluyendo a la Luna, tiene 1,7 millones de veces la masa del resto de objetos en su órbita, mientras que para Plutón este índice es de apenas 0,07. Esta es la condición que no cumple, a pesar de cumplir con las otras dos que establece la Unión Astronómica Internacional: girar alrededor del sol y tener suficiente gravedad como para ser redondo.

Fue así como una mañana de agosto de 2006 Plutón debió devolver su diploma de planeta y conformarse con el de “planeta enano”. Para qué.

Como si de un crimen imperdonable se tratara, alrededor del mundo la resistencia se hizo sentir. Que quiénes son estos para decir quién es o no un planeta, que yo si quiero le digo planeta a quien yo quiero, que si son tan machos nos encontramos en la esquina y lo arreglamos.

Y yo los entiendo. Apenas unas semanas luego de haber comenzado primer grado, luego de mucho discutirlo con una serie de profesionales, mi mamá decidió que yo volviera a cursar preescolar. Tuve que guardar el uniforme y ponerme nuevamente el delantal. No es que a mí mucho me importara o siquiera que lo entendiera, pero de repente había vuelto a ser chico.

No sabemos mucho acerca de cómo puede haberse sentido Plutón, o incluso si alguna vez las noticias le llegaron, pero a medio planeta parece haberle importado que ya no fuera uno.

En mi caso, pasé de ser el más pequeño de un curso al más grande de otro. Y no es muy distinto de lo que pasó con Plutón. Puede que ya no sea un planeta, pero es el rey indiscutido de su propio cinturón de objetos espaciales, 20 a 200 veces más masivo que el cinturón de asteroides. Nada tiene que envidiarle al hermano mayor del sistema solar.

Quizá nos molesta todo este asunto porque alguna vez también tuvimos que superar el miedo al rechazo. Una de las hipótesis de su origen, sin ir más lejos, es que Plutón puede haber terminado allí, alejado del resto, por los codazos gravitatorios de Júpiter y Saturno que, al mismo tiempo, no solo empujaron más lejos del Sol a Urano y Neptuno sino que ubicaron a Plutón en su peculiar órbita, al fondo de la clase.

Alejado, oscuro y con frío, Plutón probablemente nos produce una extraña ternura. No queremos que nada malo le pase, no queremos que alguien lo olvide y que en las visitas al planetario se deje de contar su historia, incluso si no estamos de acuerdo con el desenlace.

Pero Plutón, con su helada atmósfera, y una superficie con escarcha de nitrógeno, metano y monóxido de carbono, no está solo. Además de Caronte tiene otras cuatro lunas, con quienes puede conversar cuando los otros planetas le dan la espalda.

Y Caronte, de alrededor de una décima parte de la masa de Plutón, tampoco es poca cosa. Es tan grande que a veces se considera al sistema Plutón-Caronte como un planeta doble, con Estigia, Nix, Cerbero e Hidra, las otras lunas que orbitan a este dúo dinámico y, como un relojito, tardan casi exactamente tres, cuatro, cinco y seis veces más en orbitar a Plutón, respectivamente, que Caronte, guardándoles compañía.

Tanta preocupación suscitó si era un planeta o no que dejamos de lado que lo que Clyde había descubierto era el cinturón de Kuiper. Eso es muchísimo más interesante que un noveno planeta. Plutón es el mandamás de la región más poblada del sistema solar, la que más puede contarnos sobre su historia.

Pero la de Plutón no es una historia de derrotas. Lo que la mayoría de personas no reconoce es que a esa simpática bola de nieve en el cielo le debemos haber iluminado el camino hacia una nueva forma de ver de qué está hecho nuestro delicado sistema solar.

No creo que alguien vaya a olvidarlo. La historia de Plutón es una de búsquedas. De un planeta, de un nombre, de otros planetas parecidos, de una definición, de una forma de recordarlo. Su historia es una de tironeos y, como tantas otras, hizo que hoy hablemos más de él.

La historia de Plutón es una que nos recuerda que a veces cuando buscamos una cosa con todas nuestras fuerzas, incluso a costa del ridículo, podemos terminar encontrando otra que no por no ser lo que buscamos es menos interesante.

Pluto you’re not alone” by Pamela Villarreal (CC BY-NC-ND 4.0)

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