Cómo funciona pasear un perro

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
7 min readJun 28, 2023

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Grecia tira, tira y se dirige hacia quién sabe dónde.

Parece que allá a lo lejos, o en el próximo arbolito, hubiera una pista que no puede esperar. Llegamos, olfatea, y sigue, tirando y tirando sin dejar de tirar.

Yo la sigo porque mucho de paseos no entiendo y confío en su olfato bien entrenado. Donde yo no veo más que postes y árboles ella parece encontrar un mundo que me está permanentemente vedado.

Grecia de repente encuentra un lugar y sin perder un valiosísimo segundo se pone en posición y deja su marca. Quizá no sea el mapa sino el territorio lo que le preocupa, y ahí va y con un poco de pis lo resuelve. O tal vez solo sea un mensaje que luego alguien más tomará como pista, en un ida y vuelta que en nuestra eterna ignorancia jamás sabremos interpretar.

Cuando paseo con Grecia, la perrita que mi amigo Mateo en su ausencia nos encomendó cuidar, me cuesta mirar al mundo si no es a través de sus ojos — y su nariz. Si la basura de una especie es el tesoro de otra, probablemente no haya demostración más elocuente de aquello que el deleite con el que su hocico realiza una sofisticada cata de fermentos y porquerías.

Hay que seguir a la nariz porque la nariz sabe, dice mi mamá, y pocas narices son más sabias que la de un perro. Sin arrogancia nos recuerdan que en algún punto del camino olvidamos la nuestra, cincuenta veces menos potente que las suyas — y eso que la llevamos puesta. Como señala Alexandra Horowitz en Inside of a Dog (2009), si los humanos podemos detectar el olor de una cucharadita de azúcar en una taza de café, el equivalente del perro sería una cucharadita de azúcar en dos piscinas olímpicas.

Qué significa pasear para un perro es algo con lo que solo podemos especular. Quizá se impacienta con salir porque luego de un rato le entran dudas acerca de si todo sigue en su lugar. Quizá las personas estamos mal acostumbradas a la violenta estabilidad del ser y la metafísica canina esté apenas mejor afinada. El perro se deleita con la irregularidad, y sin la pipa ni el sombrero sale a investigar qué demonios pasó en su ausencia.

Pero lo primero que debemos intentar para entender qué se siente ser un perro es olvidar qué sabemos acerca de ser perro. Pensamos, imaginamos y juzgamos su comportamiento como si sus experiencias, sus emociones, sus vidas fueran versiones más peludas de las nuestras. Pero es en esa arrogancia que la vida de perros, en todo su esplendor, queda olvidada.

Como nos recuerda Horowitz — y también Ed Yong en su fabuloso An Immense World (2022) — para acercarnos un poco más a la vida de un perro nos conviene adoptar su umwelt, su mundo propio. Esta palabra tan maravillosa fue definida y popularizada en 1909 por el zoólogo Jakob von Uexküll con el propósito de volver nuestra atención sobre el mundo sensorial circundante de otros seres sensibles.

Es cuando logramos perder el orgullo sensorial de asumir que el mundo es tal y como nuestra especie lo percibe que el mundo tal y como otras lo conocen puede empezar a volverse real. Cuando Grecia se detiene sin aparente motivo la oportunidad que se me presenta es la de aprender que mis motivos no son los únicos que existen. El mundo, aparentemente, es más grande que lo que mi humana experiencia alguna vez podrá comprender, y abrazar una fenomenología de lo perruno quizá me permita trascender, aunque solo sea especulativamente, los límites de mis vivencias.

El umwelt de una pulga está formado por el calor corporal, el tacto del pelo y el olor del ácido butírico que exudamos los animales de sangre caliente. En su mundo no hay sonidos, no hay imágenes ni colores, solo hay calor y un olor muy especial, y eso es lo único que le importa. Su mundo se forma por lo que percibe y lo que puede hacer al respecto. Como conviene sospechar, el nuestro también.

Cuando paseamos a un perro tenemos el privilegio de permitir que lo aburridísimo y conocido de todos los días le deje su lugar a lo que nunca se nos ocurrió observar. La mirada hacia adelante, y a veces hacia el suelo, nos fuerza también a reconocer el detalle de cuanta baldosa, azulejo y adoquín se nos cruza. Tal vez la mejor guía en un paseo sea la más inesperada: a veces la mejor manera de explorar es simplemente deambular, sin otro objetivo que perseguir algún sonido, algún olor, alguna misteriosa fuerza gravitatoria que nos indica el camino sin que esto nos sea evidente.

Cuando en 1873 el reino de Italia estaba apenas recién estrenado, Henry James escribió “A Chain of Italian Cities”, un ensayo en el que cuenta de sus recorridos fortuitos por la región central de la península, y ya en su primera línea se lamenta por haber tenido que sacrificar curiosidad en nombre de la prisa.

“Quizá deba hacerle a la persona que lee un favor y explicarle cómo debe pasarse una semana en Perugia”, escribe. “Su primera preocupación debe ser ignorar cualquier deseo de celeridad, caminar a todos lados muy lentamente y muy al azar, e imputarle un sentido esotérico a casi cualquier cosa que se le cruce por delante”.

Yo, arrastrado por el apuro de mi canina compañera, caigo en la cuenta de que dejarme llevar por ella no es más que dejarme transformar en un flâneur, aquel arquetipo callejero del “espectador apasionado”, como lo pondría Baudelaire, con la notable distinción de seguir la naricita de Grecia y ya no la mía.

Si una de las mayores tragedias de la adultez es nunca poder volver a aquella mirada propia de la infancia en la que todo, casi sin excepción, podía resultarnos fascinante, una tragedia un poco más modesta es la de nunca poder volver a la mirada turista en nuestra propia ciudad. Alcanza probablemente con una semana para que nuestro cerebro haga de las suyas y aquello que nos hizo abrir los ojos un día se nos pase de largo al siguiente.

Pero aunque la mirada infantil pueda parecer permanentemente clausurada, es la misma clave de la curiosidad y el asombro la que parece devolvernos a la experiencia de recorrer nuestros acostumbrados espacios como si fuera la primera vez. Y si nuestros sentidos pueden parecer por momentos atrofiados, agazapados en la comodidad de lo cotidiano, es en el paseo con un perro que podemos contar con una ayuda inigualable para dejarnos despertar por lo que nos rodea y deleitarnos en todo aquello que muy probablemente se nos haya escapado.

Por supuesto, que en mis caminatas con Grecia sea ella quien me lleva y yo el que se cree encarnando una figura literaria del siglo XIX no significa que ella no sepa a dónde va sino que yo elijo disfrutar de mi caminar sumido en la ignorancia — y en el asombro. Tal como si fuera un paseo, ya no por mi mundo sino por el suyo.

Incluso en paseos por el mismo recorrido de todos los días no son solo experiencias sensoriales las que nos pueden maravillar. A veces, también, pasear al perro puede embarcarnos en inesperadas aventuras intelectuales aunque solo sea de manera algo tangencial y un poco accidentada.

En una simpática columna de 1976, la escritora Sheila S. Klass cuenta cómo recién mudada con su familia la tarea de pasear a Ringo quedó injusta y exclusivamente en sus manos. Se ponía su abrigo, abría la puerta y salía, mirando siempre hacia adelante hasta que tocara regresar. Hasta que un día, harta de tal hastío, decidió tomar un diario y de a poco pudo desarrollar la envidiable habilidad de leer mientras paseaba.

Sus orejas se convirtieron en antenas de peligros — bicicletas, perros, autos — y los paseos pudieron alargarse para leer cada vez un poco más. E incluso despertaron algo de envidia: “Ojalá yo tuviera tiempo para leer”, le comentó una vecina, “solía leer un montón antes de vivir en esta casa”. “Consigue un perro”, le contestó. “Así fue como yo comencé”.

Esos momentos a solas, ahora abiertos también al placer de la lectura, le permitieron finalmente curiosear entre las obras feministas para las que nunca parecía haber tiempo.

Así, entre paseos con Ringo, pasó por Friedan, de Beauvoir, Greer y Millett, hasta que un día, a la hora del paseo, se paró frente a su familia y declaró que sus días de paseadora habían terminado. Era hora de una distribución más justa de las tareas de la casa.

“Para verdaderamente poder disfrutar de un perro”, escribe Edward Hoagland en “Dogs and the Tug of Life”, “no debemos meramente entrenarlo para que sea semi-humano. El punto es abrirnos a la posibilidad de volvernos un poco perros”. Una amistad en la que solo buscamos que la otra parte se nos parezca no puede ser verdadera sino una monstruosidad.

Llevar una amistad es tironear, y ninguna verdaderamente valiosa parece ser posible si no hay un ida y vuelta. Aunque con soltura digo que a Grecia yo la saco a pasear, es más que evidente que la mayor parte del tiempo es ella quien me saca a pasear a mí.

En su generosidad me va mostrando por dónde tenemos que ir e incluso a qué ritmo debemos hacerlo. En una semana de pasear con ella mi mundo se hizo quizá más grande, o al menos más interesante.

Grecia tira, tira y se dirige hacia donde solo ella sabe. Recorrimos apenas unas cuadras y para cuando pude darme cuenta habíamos dado la vuelta al mundo.

Trip to Berlin” by Evelin Bundur (CC BY-NC-ND 4.0)

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