Cómo funciona la paciencia

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
9 min readJul 15, 2020

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Las personas pacientes siempre levantan sospechas.

Que acaso no se dan cuenta de que el tiempo avanza sin cesar y de que cada minuto que pasa es uno más cerca de nuestra inevitable muerte, que quién se cree que es, que en toda su iluminación nos mira con sorna porque no sabemos esperar. Que seguro cuando alguien le pilla frente a un ascensor, o a un microondas, toca varias veces los botones o juguetea con sus dedos mientras el ascensor abre sus puertas o la comida da vueltas. Como Papá Noel o un mejor personaje que Batman, pareciera que las personas realmente pacientes no existen.

“A diferencia de la generosidad o la compasión, la paciencia parece ser el tipo de virtud que las personas gustan de alardear por carecerla”, comenta el filósofo Nicolas Bommarito. De hecho, en Occidente no le hemos dado mucha bola a la paciencia: a duras penas si encontramos alguna referencia en Platón y Aristóteles, e incluso en clásicos acerca de la moral como la Ética de Spinoza, el Utilitarismo de Mill o la Metafísica de las costumbres de Kant ni se la menciona.

Y cuando de hecho se la discute, la paciencia suele ser relegada a una virtud secundaria, poco importante. Tomás de Aquino la reconoce como una virtud, pero le quita importancia porque para él no nos inclina hacia el bien. De esto se hacen eco Hume y Hutcheson con ideas parecidas: la paciencia es meramente instrumental en tanto nos ayuda a alcanzar nuestros objetivos pero no atiene a objetivos moralmente buenos como sí lo hacen la generosidad o la justicia. Y mejor ir al punto antes de hacerte perder la paciencia regando más nombres propios.

No tenemos tiempo para ser pacientes. Menos aún cuando todo a nuestro alrededor parece diseñarse para rascar esos segundos de más, esos minutos extra que podremos aprovechar para hacer aquella otra cosa mucho más importante que esperar en la cola del supermercado o en la sala de espera del dentista. “Si tan solo me atendieran podría volver a casa a trabajar en mis cosas”, puedo convencerme solo para llegar, colgar las llaves, lavarme las manos y ponerme a mirar dibujitos.

Es en bronca que se traduce nuestra falta de paciencia. Y suele ser frente a quienes se acercan sin apuro a la muerte que esta se dirige. Como en 1949 escribió la novelista Elizabeth Taylor: “Es curioso que los años nos enseñen la paciencia—cuanto menos tiempos nos queda, mayor es nuestra capacidad para esperar”. Perfecto, entendido, ¿pero puede avanzar más rápido, señora?

La paciencia parece ser la base de todo buen hábito. Sin ella no podríamos ahorrar, aprender cosas nuevas o perder peso. Y, sin embargo, parece ser una de las cualidades más difíciles de cultivar. Tanto que, como dice Bommarito, no tenemos reparo en alardear por no tenerla y declararla una cualidad congénita ausente: sin titubear podemos afirmar que en nuestro catálogo genético no hay indicios de ella.

Pero la paciencia no es tanto algo con lo que se nace sino una cierta capacidad para esperar: no perder la cordura si el tráfico no avanza, esperar cinco minutos luego de ver un tuit que nos enfurece antes de compartirlo sin verificar si lo que dice es cierto, no abandonar un objetivo si no vemos resultados inmediatamente. La paciencia tiene tanto que ver con alcanzar objetivos de largo plazo como con mantener la calma en un momento dado.

Christopher Hitchens confiesa en uno de los apartados de Hitch-22 (2010), su autobiografía, que la virtud que menos le gusta, o la más sobrevalorada, es “la fe, seguida de cerca — ante la general escasez de tiempo — por la paciencia”. En la economía conductual a nuestra impaciencia crónica se la conoce como “sesgo del presente”: nos cuesta horrores tomar decisiones que involucren al futuro.

A pesar de las muchas cosas buenas de nuestros cerebros, se nos hace difícil prever nuestras preferencias futuras, o estimar las posibilidades reales de que cumplamos con nuestros objetivos. Y en nuestra incapacidad para estimar el valor futuro de las cosas tenemos un sesgo que nos lleva a favorecer la gratificación inmediata.

Es por esto que no vemos cambios de actitud reales frente a la crisis climática, o por qué siempre tenemos un lunes futuro en el que comenzar la dieta, por qué subestimamos la importancia de participar de actos electorales, o por qué cuando no queda nada más podemos cancherear con lo bien que nos sale procrastinar. Si algo nos gusta son los atajos, y tenemos un problema de adicción.

Esto es evidente en la literatura dedicada a la autoayuda. Los gurúes nos venden promesas de bajar de peso sin hacer ejercicio, aprender una habilidad sin poner las horas o acumular riqueza sin esfuerzo. Nos convencemos de que no tenemos el tiempo que hace falta, pero lo que no tenemos es el hábito de la paciencia. Aprenda filosofía, física cuántica o a tocar la guitarra en una hora, baje de peso en una semana, sea su propio jefe y haga dinero desde casa, deme diez.

Aunque practicar la paciencia no es un paso hacia la iluminación—y verlo de ese modo tiene más chances de entorpecer nuestros esfuerzos que otra cosa—sí es una de esas herramientas que pueden hacer más fácil nuestro tránsito por el sistema solar. Parar un poco antes de comprar alguna boludez con lucecitas o no amargarnos porque no carga la película que queremos ver o porque alguien se toma su tiempo para elegir lo que va a llevar, o porque llevamos doce millones de años encerrados en casa porque a un virus se le dio por salir a dar la vuelta por el mundo, también puede tener sus delicias.

No es ningún accidente que la impaciencia se haya vuelto un parche que llevamos cosido en la ropa con orgullo, bien visible para que le contemos al mundo que no podemos esperar porque tenemos cosas importantes, muy importantes, que hacer. Pero a la raíz de esta incapacidad para esperar lo que hay es una falta de perspectiva.

“Perspectiva”, en este caso, se está utilizando en un sentido técnico pero no complejo: es el mismo por el cual podemos llamar a ciertas personas “superficiales” cuando carecen de cierta perspectiva sobre las cosas. En términos mucho más sencillos: adquirir perspectiva es lograr percatarnos de la escala de las cosas.

Consideremos a un grupo de argentinos en un aeropuerto. Cada uno de ellos tiene su pasaje en la mano, que le da derecho a un asiento específico, y sin embargo anda a los empujones o espera en fila impaciente por subirse primero al avión. Y, sin embargo, es muy probable que todos ellos sepan que el avión no se irá hasta que no suban y que no hará diferencia el orden en que lo hagan, ni si esto sucede un minuto antes o un minuto después. Es decir, no logran mantener las cosas en perspectiva. Todo esto nos inclina a pensar que practicar la paciencia más que una cuestión de tener o no cierto conocimiento es también una forma de mirar al mundo y contemplar nuestro lugar en él.

Es cierto que si la señora de adelante fuera más rápido podríamos llegar antes a casa, pero también es cierto que nos estamos engañando si creemos que llegar antes haría alguna diferencia significativa en nuestras vidas. Por todo esto es que adquirir perspectiva no es únicamente una cuestión que remite a lo que sabemos, sino una manera de vivir y experimentar el mundo.

Tampoco es que todas las instancias en las que esperamos aguantando el sufrimiento son instancias de paciencia. Podríamos estar sedados, o fumados, y tomarnos con gracia el hecho de haber perdido nuestras llaves, o podríamos habernos hundido tanto en nuestros pensamientos que no nos importa que no pase el colectivo, pero esto no cuenta como paciencia. Es necesaria, pero no suficiente, la calma frente a las fuentes de sufrimiento: también importa el por qué no nos molesta la espera.

En el Bodhisattvabhūmi, generalmente atribuido al pensador indio Asaṅga y completado en el Siglo IV e. c., se ofrece el siguiente consejo: “La paciencia se practica al cultivar las cinco actitudes: la percepción de cercanía frente a quien nos lastima, la percepción de que todo depende de condiciones interdependientes, la consciencia de que todo es impermanente, la percepción del sufrimiento y la percepción de abrazar a los seres sintientes en nuestro corazón”. Y, a pesar de que es plausible perderse entre tantas metáforas y jerga mística, parece tener un punto.

Bommarito nos hace de intérprete y señala que la paciencia redunda en lograr percibir al mundo de cierta manera que quienes no la cultivan no logran, también demostrando que es posible decir lo mismo sin dar tantas vueltas. Ser paciente es, entonces, trabajar en librarnos de nuestro enojo a partir de nuestro adquirir ciertas percepciones.

La paciencia tiene también un indispensable rol a nivel social y económico, y la falta de ella parece haberse traducido en menores inversiones en infraestructura alrededor del mundo, con una notable caída en las últimas tres décadas. El cortoplacismo logró desacelerar la innovación en educación y sufrimos una preocupante multiplicación de actitudes pre-Ilustradas contra la ciencia: se ignoran los consensos científicos frente a las vacunas, organismos modificados genéticamente, energía nuclear o cambio climático, y la culpa la tienen tanto la izquierda como la derecha.

Esta impaciencia crónica también se transmite en la desconfianza en el liderazgo político cuyas respuestas nunca están a la altura de las necesidades, o bien porque son demasiado miopes y oportunistas, o bien porque exigimos que sus resultados sean percibidos en lo inmediato, muchas veces soterrando dichos esfuerzos antes de que puedan dar frutos.

Aunque vivimos en una supuesta época de cambios acelerados, si nos detenemos en algunos elementos la diferencia no es tan notable. Como señala Tim Harford, si miramos nuestra cocina no vamos a encontrar muchos elementos que no estuvieran presentes hace 50 años. Pero no podemos decir lo mismo de los 50 años que pasaron entre 1920 y 1970. Esto aplica también a la aviación, la fabricación de ropa y a varias industrias más. Como señala Hartford, a pesar del discurso dominante acerca del carácter disruptivo de Silicon Valley, es bastante sorprendente y decepcionante caer en la cuenta de que el ritmo de la innovación ha decrecido por fuera de ciertos dominios.

Puede que a la paciencia la consideramos una virtud es porque es difícil de cultivar y de encontrar en la naturaleza. Pero precisamente porque es una cuestión de perspectiva es que se trata de un aspecto maleable y algo que podemos incorporar como cualquier otro hábito. La paciencia es, entonces, algo que se hace y no algo con lo que se nace.

Esta es precisamente la forma en que la concibe el budismo en sus múltiples vertientes. Bommarito se encarga de resumir esta ética desafiando la idea de que la paciencia no tiene únicamente valor moral instrumental sino que tiene valor moral en sí misma: la paciencia y la impaciencia manifiestan la manera en que nos relacionamos con el mundo de maneras moralmente relevantes.

Es aquí donde todo esto puede hacernos pisar el palito de la inacción. Una crítica aguda a la promoción del mindfulness como solución a los males del capitalismo es que bien puede volvernos obsecuentes y “aceptar” sin más las injusticias. Esta retórica aplica perfectamente a la paciencia, pero es posible salvarla.

Practicar la paciencia no significa ceder ante la explotación y volvernos serviles. En la Ética nicomáquea (IV.5) Aristóteles mismo advierte que no enojarnos con quien hace daño no es virtuoso, y no cuesta darle la razón. En un mundo plagado de injusticias es no solo virtuoso sino necesario perder la paciencia y enojarse.

Es quizá frente a este último ejemplo que la importancia de la perspectiva se vuelve más clara: distinto es perder la paciencia con alguien que nos hace esperar un minuto más en la fila del supermercado que contra un sistema que preda sobre las libertades individuales y los derechos humanos, claro está. Como ejemplifica Bommarito, si bien la persona que toca la bocina en un semáforo porque quiere llegar a casa a mirar el partido es impaciente, no lo es la persona que lleva a una mujer embarazada al hospital.

Parece necesario, aunque algo insospechado, tener que insistir en la importancia de aprender a ser pacientes. No solo porque puede resultar en que mejoremos nuestra salud, aumente nuestra riqueza o aprendamos una nueva habilidad, sino porque en sí misma la paciencia parece ser un hábito virtuoso, indispensable para nuestros tiempos acelerados.

Es cierto que históricamente la paciencia no fue tanto un hábito sino un pesar, algo inescapable que nos permitía contentarnos con tener que esperar, no mucho más que una forma de aceptar nuestra falta de control sobre el mundo. Pero como argumenta Jennifer Roberts, ahora que casi no tenemos que esperar porque todo va tan, pero tan rápido, la paciencia se volvió, paradójicamente, nuestra forma de recuperar el control. Adoptar una perspectiva paciente y gustosamente reconocer que esperar un puñado de minutos no nos afectará tanto como ceder ante la ira que dicha espera nos puede provocar.

Es bajo esta luz que la paciencia se vuelve un acto de subversión.

Patience//” by Erika Lourenço (CC BY-NC-ND 4.0)

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