Cómo funcionan los nombres de las nubes

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
9 min readDec 5, 2023

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Todas las cosas parecen tener nombre.

Personas, objetos, lugares, incluso la más rara de las sensaciones parece ya haber sido bautizada, como en aquel cuento del “hombre de los nombres” que mi mamá solía contarme cuando era chico.

Frente a la novedad podemos tener muchas inquietudes, pero el nombre no suele ser una: seguro alguien llegó primero y como si de un encantamiento se tratara nombró aquello que ahora enfrentamos. Nuestra tarea rara vez es la de nombrar, sino la de conocer el nombre.

Claro que esta es una desafortunada convicción. En todo lo que el universo tiene para ofrecernos para siempre habrá oportunidad de encontrar cosas nuevas que nombrar. Podemos rehusarnos a pensar que todo ha sido descubierto, que toda cosa, persona, lugar o emoción ha sido nombrada. Es cuando nos esforzamos por encontrar novedad entre lo conocido que el mundo se nos abre; es cuando lo logramos que la tenue linterna de la ciencia, la filosofía, la poesía, alcanza a iluminar un nuevo rinconcito que se nos había pasado.

Pero hasta hace un par de siglos, las nubes, siempre presentes en nuestras historias, aún no habían sido nombradas. No sorprende, entonces, que la primera persona que buscó ponerle nombre a sus diversas formas — o “modificaciones” — tuviera sus temores frente a una audiencia impaciente y algo escéptica.

“Dada la creciente atención que ha obtenido la meteorología”, comienza el discurso que el farmacéutico Luke Howard presentó una tarde de fines de 1802, “el estudio de las diversas apariencias de agua suspendida en la atmósfera se convierte en una rama interesante e incluso necesaria de esa búsqueda”.

Frente a él se encontraba un auditorio ya acostumbrado a las presentaciones científicas que más de una vez involucraban luces, explosiones, aplausos e incluso silencios y jadeos de inevitable asombro. La ciencia, cada vez más, era sinónimo de espectáculo, y la vara estaba alta. Howard, en cambio, solo llevaba un puñado de apuntes y algunas de las acuarelas que había pintado.

Luego de los encuentros relativamente íntimos en las coffehouses londinenses, eran estas presentaciones en instituciones científicas las que hacían que corrieran los rumores acerca de las últimas invenciones y descubrimientos. Eran estas mismas noticias las que inspiraban historias acerca de monstruosas creaciones y las que alarmaban a los románticos, que por aquel entonces ya se posicionaban en contra de cualquier intento por destejer el arcoíris.

Como algunas décadas antes le había sucedido a Joseph Priestley, célebre inventor de la soda, Howard se impacientaba por no hacer perder el tiempo a su público, del cual una parte tenía otro compromiso unas horas más tarde en la prestigiosa Royal Society, reservada para científicos de renombre. Howard sabía que su discurso podía ser desestimado entre susurros como una mera “persecución de sombras”, o bien celebrado, entre murmullos, como la inauguración del estudio de las nubes.

En “Ser polvo”, aquel peculiar relato de Santiago Dabove que Borges, Bioy y Silvina Ocampo eligieron para su Antología de la literatura fantástica, el narrador moribundo cuenta que por momentos se entretiene y mira con interés pasar las nubes. Y se pregunta: “¿Cuántas formas piensan adoptar antes de no ser ya más, máscaras de vapor de agua? ¿Las agotarán todas? Las nubes divierten al que no puede hacer otra cosa que mirar el cielo, pero, cuando repiten hasta el cansancio su intento de semejar formas animales, sin mayor éxito, me siento tan decepcionado que podría mirar impávido una reja de arado venir en derechura a mi cabeza”.

Pero no todas las personas que no pueden hacer otra cosa que elevar sus cabezas al cielo tienen la arrogancia de exigirle a las nubes que tomen la forma que ellas quieren. Algunas personas, un poco más humildes, logran algo más.

Es fácil olvidar, nos recuerda Gavin Pretor-Pinney en A Cloud a Day (2019), que no vivimos debajo del cielo sino en su interior: “Nuestra atmósfera es un enorme océano que habitamos. … Podemos imaginar que vivimos en el suelo, pero en realidad vivimos [en el fondo del cielo]. Habitamos la atmósfera tal como una criatura marina habita en el agua”.

Esta idea no es sino un eco de la misma que tuvo Tales de Mileto en el Siglo VI a. e. c., quien pudo reconocer que aquella región que se encuentra entre la superficie y el espacio es una atmósfera, una delgadísima capa en la que se suceden nuestras endebles vidas. Es a su estudio que se dedica la meteorología.

Las nubes, en su constante cambio, resultaron para el conjunto de teorías físicas de Aristóteles uno de sus elementos más característicos: que los cielos están organizados en esferas, una adentro de la otra, de las cuales solo la más pequeña (la sublunar, delimitada por la Luna) permite el cambio, mientras las otras se caracterizan por su eterna permanencia. Y nada parece cambiar tanto — o tan rápido — como las nubes.

Aunque en detalle la teoría nos podría resultar ligeramente incómoda, la explicación aristotélica del ciclo del agua y la formación de las nubes era mayormente correcta, y como fue el caso de tantas otras teorías, se mantuvo sin grandes cambios durante casi veinte siglos. Fue probablemente René Descartes quien tomó por asalto a la meteorología aristotélica, y en su Les Météores, uno de los tres ensayos que acompañaban su Discurso del método (1637), propuso la novedosa idea de que los fenómenos meteorológicos pueden ser tratados científicamente a través de la observación, el análisis y las matemáticas.

En una peculiar afirmación, Descartes afirma que nos provoca mayor admiración aquello que está por encima nuestro que lo que está por debajo, y es por eso que los poetas hablan de las nubes como el trono de Dios. Si era posible filosofar sobre las nubes, iría el razonamiento, sería posible filosofar sobre cualquier otra cosa.

Hasta aquella tarde en la que Luke Howard expondría “On the modifications of clouds, &c.” (“Acerca de las modificaciones de las nubes, etc.”) incluso si el mecanismo por el cual estas se forman ya no guardaba tanto misterio, nadie hubiera siquiera atinado a afirmar que sus posibles formas podrían reducirse a menos que cientos de miles, tan dispares entre sí como sus posibles formas.

Pero ante un deslumbrado público lo que Howard presentó fue una económica teoría de las formas de las nubes. Estas podían agruparse principalmente en tres categorías con nombres en latín: cirrus (“fibra” o “pelo”), cumulus (“montón” o “cúmulo”) y stratus (“capa” o “estrato”). Incluso si las nubes — en su constante transformación — cambian de forma, siempre lo hacen de forma reconocible, se animó a afirmar Howard. El caso de nimbus (“nube”), agregó, era la mera combinación de las otras tres formas, con el detalle de que de estas sale la lluvia.

Sirviéndose de sus acuarelas, Howard avanzaba en sus explicaciones y entre su público seguramente surgía la inquietud de cómo nadie pudo verlo antes, cómo fue que recién a un farmacéutico cuáquero de 30 años que hasta ese momento no contaba con ningún reconocimiento se le ocurrieron estas ideas, tan sencillas como poderosas, para explicar ni más ni menos que la nubosa fauna del cielo.

Una a una Howard expuso cómo se formaba cada una de estas formas, explorando también sus relaciones con otros fenómenos como los vientos, los cambios de presión atmosférica, o las precipitaciones. Su teoría, el relato ilustrado que supo contar de las modificaciones de las nubes recogía aquello que apenas se vislumbraba anecdóticamente y lo confirmaba como parte de su explicación.

Adelantándose a la obvia objeción de que toda la inmensidad del cielo no podía reducirse a tan pocas formas, Howard propuso también, esa misma tarde, que estas podían combinarse en otras: cirro-cumulus, cirro-stratus, cumulo-stratus y nimbus.

La teoría de la vereda de enfrente, aquella que Howard tímidamente buscaba destronar, era la vesicular o de las “burbujas”. Esta sostenía que las partículas de agua, a través de la acción del sol, se formaban en esférulas huecas llenas de un “aura” o aire enrarecido, que, al volverse más ligeras, se elevaban como globos hasta formar nubes. La lluvia surgía, supuestamente, cuando estas burbujas estallaban.

Algunas décadas antes el escritor Oliver Goldsmith había comentado, con brusquedad, que “cada nube que se mueve, y cada lluvia que cae, sirve para mortificar el orgullo del filósofo, y para mostrarle cualidades ocultas en el aire y en el agua, que encuentra difíciles de explicar”.

Howard, impasible y tras los pasos de Descartes, insistía en que las nubes se formaban a partir de gotas sólidas reales de agua y hielo, condensadas de sus formas vaporosas por la caída de la temperatura que encontraban a medida que ascendían a través de la atmósfera.

A través de sus nombres, cautivantes como hoy en día lo harían los nombres de hechizos que por algún motivo se hacen sonar en latín, y de sus explicaciones, Howard renovó el interés en algo que siempre estuvo allí. Con todo, si los cielos pertenecieron siempre a la literatura por qué desafortunado accidente esta no logró ponerle más que adjetivos y nunca un nombre a las nubes que en ellos residían.

Y de todos los poetas de todos los lugares del mundo en los que alguna vez brotó poesía, no hubo otro que Johann Wolfgang von Goethe más enamorado de las nubes — ni de quien les puso su nombre por primera vez:

Para encontrarte en el infinito, Debes distinguir y luego combinar; Es por ello que mi canto alado agradece Al hombre que distinguió a las nubes entre sí.

Luego de aquella aclamada y tímida exposición, su manuscrito circuló por doquier y Howard supo hacerse de suficiente renombre y admiración hasta que sus palabras llegaron a Goethe, que para entonces había desarrollado una obsesión por el estudio de las formas, aquella que resultaría en su psicología de los colores y las emociones. Pero la meteorología, con su inherente poesía propia de la contemplación, como dice Maria Popova, había cautivado a Goethe como ninguna otra disciplina científica.

Las críticas no tardaron en venir. Con el latín en feroz retroceso como lingua franca de la ciencia, Howard fue criticado por los nombres que propuso, incluso si solo había emulado lo que un tiempo antes había hecho Linneo. En contra de lo que podríamos creer, en aquel pasado el latín académico solo se usaba con comodidad por una minúscula élite.

En su defensa, Goethe afiló su pluma y sentenció que los nombres de Howard “deberían ser aceptados en todos los idiomas; sin traducirse, porque de esa manera se destruye la primera intención de su inventor y fundador”. Estos nombres, ajenos a toda lengua contemporánea, lejos de dificultar la comunicación la facilitaban: se trataba de palabras ahora únicamente reservadas para las nubes. Dicho y hecho, desde entonces llevan sus nombres en latín.

Un año antes que Howard, el célebre biólogo evolucionista Jean-Baptiste Lamarck había intentado nombrar las formas de las nubes en francés, posible motivo por el cual fueron desestimados (o, quizá, por proponerlo en una revista que incluía pronósticos meteorológicos basados en astrología). Si bien pudo abrir una oficina meteorológica en Francia, Napoleón decepcionado con sus pronósticos la abolió en 1810.

Este renovado interés en el cielo y sus mulliditas habitantes parece haberle despertado inquietudes a Percy Bysse Shelley (“Y luego otra vez lo disuelvo en la lluvia / Y río mientras paso en trueno”), e inspirado las pinturas de John Constable y John Ruskin, siempre dedicado a intentar poseer la belleza de los lugares.

Incluso cuando el mundo que nos rodea parece escaparse de nuestra manos, y sus formas parecen cambiar para cuando logramos percatarnos, como con segura frustración parece haber descubierto Aristóteles, hay algo inmensamente poderoso en ponerle nombres a las cosas. No importa si se trata de un desesperado intento por imponerle orden a una realidad a la que nada le importan nuestras palabras, al nombrar es que podemos asirnos de lo que nos rodea, incluso si solo es con poesía.

Una nube no es más que sombra en movimiento. Cambiante, caprichosa pero no por eso menos elegante, llega, va y viene con mensajes que podemos intentar descifrar o dejar pasar y enterarnos tarde o temprano. “Las nubes siempre dicen la verdad”, exclama un meteorólogo, “pero una difícil de leer”.

A veces las cosas, en su constante cambio, se nos hacen imposibles de agarrar, de sujetar, de nombrar. A veces, también, cuando soltamos las expectativas y nos dejamos aburrir, logramos que las formas se nos presenten. Y es en ese instante, tan fugaz como las formas que buscamos capturar, que podemos hacer el intento mirar. Pero mirar de verdad, no con el afán de impedir el cambio, una empresa condenada al fracaso, sino con el de hacer algo de todo eso.

A veces miramos al cielo creyendo que las nubes nos tapan. A veces miramos al cielo, distante, como si no viviéramos en él. Otras veces, esforzándonos por mirar, logramos hacer ciencia y filosofía. Y si no, al menos, podemos salir al auxilio de la poesía.

O encontrar un conejito.

Oil sketch of “Study of Cirrus Clouds” by John Constable, England, c.1815

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